La presencia de los practicantes del psicoanálisis en las aulas de las universidades argentinas, y también la difusión del psicoanálisis mismo en ese ámbito, se nos impone como un hecho mucho antes de que pudiésemos reflexionar sobre ello. Partiendo de tal comprobación, nos aproximaremos en lo que sigue al complejo lazo psicoanálisis-universidad a partir de un recorrido -en zigzag quizás- que nos conducirá del surgimiento de la universidad en la Edad Media, a la posición de Lacan respecto de los lazos del discurso analítico con ella, y a las relaciones del psicoanálisis con la investigación; de la prolongada espera freudiana por su cargo de profesor y su opinión sobre la enseñanza del psicoanálisis en la universidad, a la cuestión actual del lugar de éste en la formación del psicólogo.
De la Edad Media al capitalismo
El surgimiento de las universidades en la Edad Media marca un punto de inflexión en las relaciones entre el saber y el poder que nos permite pensar las condiciones de estructura del discurso que así se constituye.
Tal como lo destacó J.-A. Miller[1] las Escuelas de la antigüedad se sostenían en la transferencia hacia el maestro en torno del cual se constituían, lo que suponía, tanto en los maestros como en los asistentes a su enseñanza, una fuerte implicación subjetiva. Por el contrario, la universidad surge debido al impulso del Amo -los Reyes y los Papas- por controlar la circulación del saber. A su vez, su creación responde también al espíritu corporativo que se impone en esa época. “El siglo XIII es el siglo de las universidades porque es el siglo de las corporaciones” asevera J. Le Goff (LE GOFF 1957/1984, 71), sosteniendo al mismo tiempo que la organización corporativa petrifica lo que consolida, responde al resguardo de los intereses de un grupo y a la instauración de un monopolio para su beneficio. Esta singular convergencia entre los Reyes, los Papas y las corporaciones de maestros y estudiantes configura un dispositivo cuyo eje ya no es la transferencia, sino que implica tanto un nuevo modo de relación con el saber como una modificación en el estatuto de éste.
Para captar la medida de este viraje resulta importante detenerse en los métodos de enseñanza que la universidad medieval formaliza: la lección y la discusión.
La lección, según su etimología misma lo indica -del latín lectio, -onis, ‘acción de leer’[2]-, implica la lectura o explicación de un texto. Tal como señala E. Gilson[3] los innumerables comentarios que ha dejado la Edad Media parten de estas “lecciones” en donde, a menudo, un pensamiento original queda velado bajo la apariencia de una simple explicación textual. Esto se debe a que el método, desde su inicio, fue el escolástico, uno de cuyos fundamentos es la remisión del saber a la autoridad. Le Goff demuestra como dicho escolasticismo, sostenido en un trípode, conlleva un peligro en cada una de sus componentes.
En primer lugar, podemos ubicar el problema del vocabulario. Los universitarios quieren saber de qué están hablando. De ahí la preocupación por el uso de las palabras, de los conceptos. Pero su peligro es el “verbalismo”, las distinciones triviales, las discusiones interminables y sin consecuencias.
En segundo término, el método está constituido por la dialéctica, es decir, las leyes de la demostración que buscan el convencimiento del oyente o lector. Aquí el peligro es el “razonamiento vacío”, la creación de una sofística vana de la argumentación.
Finalmente, el trípode se completa con el recurso a la autoridad: el saber de la universidad se apoya en lo anterior, digiere el pasado. Su peligro, entonces: la repetición, la “imitación servil”.
No es casual, de este modo, que el libro constituya la base de la enseñanza universitaria y que incluso la técnica misma de su producción se vea radicalmente transformada. Era necesario abastecer a un gran número de lectores y, además, los cursos mismos de los profesores debían ser pasados al escrito. Surge así “la era del manual” (LE GOFF 1957/1984, 89), del libro manejable, del libro como instrumento. Las grandes obras medievales, por ejemplo la de Santo Tomás, tienen su origen en la actividad universitaria. Según Gilson “la Suma teológica […] es el resumen completo y sistemáticamente ordenado de todas las verdades de teología natural y sobrenatural, clasificadas conforme a un orden lógico, acompañadas de sus demostraciones más breves, encuadradas entre los errores más peligrosos que las contradicen y la refutación de cada uno de estos errores: todo para uso de los principiantes en teología” (GILSON 1952, 373). El saber, así, se “suma”, tiende a la totalización. Aunque se impone, a la vez, necesariamente, la idea de resumen, de compendio. Se trata, de este modo, de un saber global, totalizante, pero que al mismo tiempo debe ser compendiado, tornado manuable, instrumentalizado por el libro.
Otro de los elementos centrales del método universitario medieval era la discusión. El comentario de textos abre paso a la disputatio. Esta consistía en un certamen dialéctico conducido por uno o varios maestros donde se desplegaba una cuestión –quaestio– en relación con la cual cada uno de los participantes sostenía diversos argumentos. Un maestro organizaba los elementos a favor y en contra de cada solución propuesta y, finalmente, se sancionaba cuál era la valedera. Estas disputas podían versar sobre un tema predeterminado o sobre cualquier tema -disputa quodlibética-, pero quien quisiera sostener una disputa de estas características debía poseer “una presencia de espíritu poco común y una competencia casi universal”[4].
La lectio, el manual y la disputa quodlibética nos muestran, de modo paradigmático, el estatuto del saber como semblante en el discurso universitario, así como su relación con la autoridad nos permite captar la relación del saber (S2) como agente, con el significante amo (S1) en el lugar de la verdad[5]. A la vez que la remisión al argumento de autoridad produce un borramiento de las huellas particulares de la enunciación en pos de un enunciado universal de saber.
De todos modos, siguiendo a Lacan[6], conviene distinguir el “todo saber” del “saber de todo”, pues el primero enmarca la “nueva tiranía del saber” propia del discurso universitario, la que es distinta de un saber de erudición más o menos fecundo o estéril. Tal tiranía se articula, para Lacan, con la burocracia.
Ahora bien, es M. Weber[7] quien ha expuesto la estructura de la organización burocrática o dominación legal estatuida de modo racional, la cual da cuenta muy bien del modo de organización universitaria y la constitución de sus jerarquías y autoridades.
El instrumento de la superioridad es aquí el saber profesional especializado. Esta dominación por el saber representa el carácter racional fundamental y específico de la organización burocrática. Opera con el ideal de reclutamiento de los más calificados profesionalmente y aspira a una formación profesional que dure el mayor tiempo posible. Se sostiene, según Weber, en una dominación impersonal formalista, “sin odio y sin pasión, sin amor y sin entusiasmo” (WEBER 1922, 179). De allí el “funcionario ideal”, sometido a la presión del deber estricto -formalmente igual para todos- y a vigilancia administrativa pero, con una “carrera” ante sí, con perspectivas de avances o ascensos por años de ejercicio y servicios.
Por fin, para aproximarnos a la actualidad, agreguemos que C. Bonvecchio -quien se ha ocupado del estudio de la génesis y la consolidación de la universidad desde el nacimiento del capitalismo hasta su cabal desarrollo[8]– destaca cómo el aparato burocrático-funcional de la sociedad moderna ha tendido a consolidarse cada vez más, debilitando toda actividad que sea susceptible de transformarse en crítica, lo que ha afectado necesariamente el andamiaje tradicional de la institución universitaria. Define así a la universidad actual como el “bazar de conocimientos” de una sociedad reducida al mercado. Fábrica de estudiantes, de graduados, de administradores o de desocupados, la Universidad, como gran templo laico de la cultura se ha disuelto -según este filósofo italiano- ya que resulta incompatible con la función tecnológico-burocrática que el modelo de reproducción social le atribuye en el capitalismo avanzado. Las denominaciones solemnes y los nombres rimbombantes que otrora suscitaban el respeto o la admiración aparecerían ligados, en la actualidad, a rituales vacíos, a papeles membretados, a una serie de trámites engorrosos y prolongados, mientras que el prestigio social de la profesión universitaria y el lenguaje académico vivirían una lenta y no siempre digna declinación.
Para Bonvecchio, hasta el siglo XIX la universidad no había producido un mito de sí misma pues era ajena tanto a los circuitos económicos y productivos como al proceso de reproducción social. Habría sido la burguesía en ascenso la que “transfiere al saber el orgullo de su propio éxito social: la victoria de la inteligencia (la nobleza de del espíritu y la renta industrial-financiera) sobre el esteticismo parasitario (la nobleza de la sangre y la renta territorial)” (BONVECCHIO 1980, 28). De ahí que fuera la burguesía la que organice el saber, sus articulaciones y, sobre todo, su circulación, con base en el modelo del movimiento económico. Es en el saber y en sus aplicaciones técnicas en donde la clase burguesa habría de vislumbrar el instrumento fundamental de su ascenso material y de su propia consolidación.
Y es ese mito, este sueño de la armonía entre el saber y el poder, el que se agrieta -según Bonvecchio- en nuestro siglo, en el que “la universidad y su lenguaje han sido sustituidos por el lenguaje empresarial-cultural de gran difusión, o bien por el saber sofisticado y exclusivo de los institutos de investigación y de las escuelas elitistas y refinadas” (BONVECCHIO 1980, 22-23).
En fin, quizás la crisis no sea tan definitiva como la propone este pensador italiano, pero su planteo resulta de interés al marcar un punto de impasse y de reformulación sobre el sitio de la universidad en el capitalismo tardío.
Lacan y la universidad
Es verdad que Lacan no se consideraba un universitario. Por el contrario, su enseñanza muestra con frecuencia desdén hacia a la universidad y sus profesores. Tal actitud, sin embargo, no era muy novedosa. Lo precedieron en eso autores de fama. El inglés Thomas Carlyle en 1830, en su autobiografía apócrifa del Profesor Teufelsdröckh, escribía: “Mis maestros eran obtusos pedantes, que no sabían de la naturaleza humana ni de ninguna otra cosa, a no ser de sus léxicos y de sus libretas trimestrales. Nos agobiaban con innumerables vocablos muertos (no quiero decir de una lengua muerta porque ellos mismos no sabían ninguna) y a eso llamaban educar el espíritu de la juventud”. Dos décadas antes Madame de Staël, francesa, había redactado un texto rico en ironía sobre las florecientes universidades alemanas, que podría resumirse en esta frase: “En Alemania, aquel que no se ocupe del universo realmente no tiene nada que hacer” (STAËL 1810, 66). Aun el propio Goethe, alemán, ponía bajo el disfraz y la voz de Mefistófeles su delicado sarcasmo respecto de la enseñanza escolar: “Se les enseñará que lo que antes hacían de una sola vez, naturalmente, como comer o beber, deberán ahora hacerlo en uno, dos, tres tiempos”. Y mucho antes de que nacieran los bisabuelos de Lacan, al joven Rabelais le confiscaban en La Sorbonne sus libros de griego, por temor de que esa lengua profana lo llevara a un examen crítico de los evangelios. La respuesta se puede leer en sus obras. Y no es ésa la menor de las virtudes de la universidad: la de permitir generar respuestas. La represión ejercida por el significante amo es claramente atenuada -toda su historia lo demuestra- por la universidad.
No nos sorprende tanto entonces encontrar, en el siglo XX, una denuncia de los ropajes de saber que el profesor viste bajo la forma de tesis, o de enseñanzas paradigmáticas, o de investigaciones preformateadas por la lglesia, los Laboratorios, el Banco Mundial. Tampoco grandes novedades en cuanto a la permeabilidad de la universidad al discurso del amo. Distintos historiadores de la institución universitaria lo muestran suficientemente[9].
La novedad aportada por Lacan está más bien del otro lado, no del docente sino del alumno. Por su forma peculiar de tratar la imposibilidad de educar, en la universidad, del objeto del deseo de los padres pueda resultar otra cosa: un sujeto. A partir del alumno-objeto ‘a’, la universidad produce sujeto. Lo que Lacan formaliza: S2® a [10]. No será educar, pero de todos modos es algo.
S1 $
Y bien, aunque no se consideraba un universitario, Lacan había pasado por la universidad. Había obtenido de ella algunos títulos, había fraguado incluso su interesante tesis -la que inspiró a Dalí en la invención de su método paranoico-crítico-. Pero, además, cuando los propios psicoanalistas proscribieron su enseñanza de la institución analítica, fue en la universidad donde encontró refugio. De hecho, aún cuando ya había fundado su Escuela de psicoanálisis, continuaba su seminario en alguna dependencia universitaria. Es decir que Lacan no sólo inscribió su discurso propio en el diálogo de las luces, sino también en una prolongada tradición de enseñanza. De él, como de Tomás de Aquino y de tantos otros maestros parisinos, puede decirse que casi todas sus obras importantes surgieron directamente como resultado de una enseñanza respetuosa del principio inicialmente eclesiástico de la gratuidad.
De todo ello se sigue lo que permite entrever su política respecto de la universidad. Si Lacan pudo sostener en ella a su seminario, es porque la universidad es el lugar donde se puede sembrar con la seguridad de cosechar lo que interesa al discurso analítico como materia prima. Lo que produce el discurso universitario -un sujeto- es, precisamente, el único partenaire válido del analista: a ® $ [11]. Aunque la inversa no es cierta, lo que se ve bien en nuestros días por ejemplo en el hecho de que un sujeto producido por la universidad bien puede tomar como partenaire privilegiado al psicólogo cognitivo, o al especialista en la nueva ciencia del marketing. Y es ahí donde se justifica que el analista, o incluso -y quizás mejor- el analizante[12], lleven su enseñanza a la universidad: porque el imprinting que se logra en ese momento constitutivo del sujeto, como en Martina, la pequeña oca que crió Lorenz, deja una marca indeleble. Lo cual es para tener en cuenta, ya que en ese punto se debe elegir entre cosechar o desechar. Y si algo se constata habitualmente es que la incidencia numérica del psicoanálisis no deja de estar en relación, en cada ciudad, con el grado de inserción del mismo en la universidad. Se puede argumentar, por cierto, que la cantidad no asegura la calidad. Pero también es indudable que la calidad, sin cantidad, no aporta demasiado a la causa analítica. ¡El propio Lacan debió tomarse la molestia!
En cuanto a su relación con el saber, no se debe olvidar que Lacan nació y creció en París. Nunca fue un gran viajero, se sentía a sus anchas en la gran metrópolis… universitaria. Es que más que de cualquier otra gran ciudad se puede decir de París que no hubiera sido tal sin su universidad. Desde el siglo XIII París fue, y en alguna medida sigue siendo, el lugar luminoso y precoz donde una vasta comunidad enseña, estudia, investiga, inicialmente bajo la doble tutela del papado y de los reyes de Francia, actualmente bajo la influencia múltiple de la ciencia, el mercado, y otros discursos, entre los que figura el psicoanalítico. Lugar de encuentros, de disputas, de contradicciones, de consolidación y de revisión doctrinaria, de religión y de lógica, de pro y de antiaristotélicos, de saber y verdad, etc., pero, sobre todo, donde siempre reinó cierta libertad dialéctica en la relación con el saber, y donde no sólo la lectio casi siempre fue posible, sino también la disputatio, incluso quodlibetal -como señalamos antes, la discusión abierta donde el maestro se ofrece a tratar un problema planteado por cualquiera-, lo que es difícil de imaginar en otras instituciones, incluso psicoanalíticas.
Y aquí podemos discernir lo que ha permitido a Lacan ubicar al analista en un contexto de lazos sociales más amplio que el que garantiza la institución analítica. Porque no basta con juntar a un analista con otro en el encierro de una Sociedad, aunque ésta tome la forma de Escuela, para que el discurso psicoanalítico dé nuevos vástagos. Es indudable la fecundidad del cambio de discurso. ¿Aire, ventilación, oxígeno, que permite respirar y volver con las fuerzas renovadas? Hay más que eso, al menos en la visión de Lacan.
Lacan jamás planteó al psicoanálisis como un lazo social que pueda funcionar aislado. Bien por el contrario, postuló la interacción, aún en lo más reconcentrado de la experiencia analítica, de varios discursos diversos. Su conocida formulación “matematizada” de los cuatro discursos le permitió mostrar mediante qué giro el discurso analítico opera sobre otro, al que instituye artificialmente en la experiencia de la cura: el discurso histérico[13]. Y que a su vez éste surge por alteración de la forma que ha tomado en nuestra época el discurso del amo antiguo: la del discurso del inconciente. Concibió al discurso analítico, más que como un discurso estable, como un principio de rotación, de cambio de discurso. Fue su manera de plantear al psicoanálisis como lo que puede ser para cada uno que entra o sale de él: una revolución[14].
Esta posición, y con razón, resulta difícil de entender al psicoanalista que se pretende puro, es decir, al que concibe al psicoanálisis como un discurso que se puede aislar y estabilizar en el interior de un recinto cualquiera, sea el consultorio o la institución psicoanalítica. Pero Lacan no creía en la estabilidad del discurso analítico. Confiaba más en el analizado en el momento del pase que en el analista ya estabilizado en su pureza. Buscó entonces asegurar al discurso psicoanalítico mediante una vuelta más amplia, en la que “hay emergencia del discurso analítico cada vez que se franquea el paso de un discurso a otro” (LACAN 1972-1973, 25).
El dispositivo universitario supone, en cambio, un discurso estable. Tanto, que ya lleva ocho siglos de existencia históricamente documentable. Una institución formidable que, por más inercia e impotencia que cargue -como todo aparato-, sigue siendo sin embargo perfectamente capaz de tolerar que venga también el psicoanalista a cantarle sus verdades.
Abordemos, por fin, la otra ‘Proposición’ de Lacan. Ya que es famosa la Proposición de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, pero menos conocida, y poco practicada hasta ahora, es su propuesta para la enseñanza del psicoanálisis en la universidad. Fue publicada en 1975 bajo el título: Tal vez en Vincennes… (donde en aquel momento se situaba la Universidad de París VIII). Comienza con un anhelo más bien destinado a no cumplirse: “Tal vez en Vincennes se agregarán las enseñanzas en que Freud formuló que el analista debía apoyarse” (LACAN 1975, p. 3-5). Luego, como podía esperarse de él, cambia por completo la lista de disciplinas que Freud había propuesto, reduciéndola a un conjunto de cuatro: lingüística, lógica, topología y ‘antifilosofía’.
¿De qué se trata en esa propuesta? Vale la pena al menos leerla. De “ayudar al psicoanalista con ciencias que se propagan bajo el modo universitario”. Imprescindible, aunque no únicamente. Se trata también de “que esas ciencias encuentren en la experiencia [del análisis] la ocasión de renovarse” (LACAN 1975, p. 3-5). Objetivo promisorio, que merece por lo tanto precisiones. Y ésta en primer lugar: que Lacan no pensaba en contribuir a la cultura general del analista, sino en añadir a su formación las enseñanzas en que para Freud el psicoanalista debía apoyarse porque, a sabiendas o no, su propio análisis se sirvió de ellas.
La propuesta de Lacan de hacer explícita esa apoyatura no sólo vale, entonces, como esclarecimiento teórico o práctico a partir de una enseñanza de estilo universitario clásico -que conserva su interés, propedéutico, por ejemplo para el analista que usualmente conoce muy poco de otras disciplinas, que sin embargo están implicadas en su práctica-. Hay algo más en tal Proposición, algo que a primera vista puede parecer una ambición exagerada: el discurso analítico depende de que esas ciencias encuentren en el psicoanálisis la ocasión de renovarse. No tanto por las contribuciones precarias que puede hacer a la lógica, la lingüística, etc., como por el efecto que resulta de volver a situar en ellas a ese sujeto que, en tanto disciplinas científicas, forcluyen.
La posición radical de Lacan reside en que, para él, la interacción del discurso analítico con otros discursos forma parte del concepto mismo de psicoanálisis. Es lo que tiene de poco confortable, pero de interesante, ese acto por el que el analista opera cada vez… que cambia de discurso.
Desde esta perspectiva, no vendría mal al “analista medio”, es decir “el que no se autoriza más que en su extravío” -ironía de la Proposición citada-, volver a los claustros, para acercarse por ejemplo a la disciplina de la topología, donde encontrará una aproximación a las formas “en que el espacio forja fallas o acumulación”. Lo cual, “está hecho para proveer al analista lo que le falta: un apoyo diferente al metafórico para sostener la metonimia” (LACAN 1975, p. 3-5). Evidentemente, la recreación sin imágenes que de eso realiza Lacan en L’étourdit[15] no se reduce al discurso universitario, pero tampoco se concibe sin pasar por allí.
Psicoanálisis e investigación universitaria
Si, como pronto destacaremos, el psicoanálisis cuenta con una considerable extensión en las aulas de las universidades argentinas en lo que a la enseñanza se refiere, debe hacerse notar, por el contrario, que su inserción en el campo de la investigación en ese medio es escaso y recientes sus primeras propuestas[16].
Fácil sería resolver esta disparidad respondiendo que el psicoanálisis posee canales específicos fuera de la universidad para promover y hacer progresar el saber que le concierne. Pero ocurre que, aceptando esta respuesta -que parece excluir a la universidad como campo alternativo de investigación en psicoanálisis-, necesariamente nos condenamos a considerar a la institución universitaria exclusivamente como lugar de difusión de la doctrina freudiana, o como uno de los modos de vehiculizar la oferta del psicoanálisis en la ciudad lo que, aún sin restarle valor, resulta insuficiente.
Más todavía, en esta perspectiva grandes son los riesgos que corre la enseñanza del psicoanálisis que, incluida en un campo en el que coexiste con otros saberes, pierde la oportunidad de poner a prueba, en la confrontación, en la intersección, o en la confluencia con aquéllos, la originalidad de sus desarrollos, así como el carácter abierto de su teoría, fuente impulsora de nuevos hallazgos. Acabamos de destacar, con Lacan, hasta qué punto la fecundidad del psicoanálisis depende de su relación con otros discursos.
Riesgos importantes, además, ya que alejan al discurso analítico de su filiación científica, al quedar el saber reducido con exclusividad al recurso a la suposición, que tiene seguramente su pertinencia específica en la implementación del dispositivo psicoanalítico, pero que es inadecuado para el momento en que el analista debe exponer sus razones.
Se trata entonces, justamente, del saber en tanto que expuesto[17], aquel que puede ser sometido a prueba y verificación, el que contempla argumentos y deducciones que permiten la elaboración de los hallazgos que se producen en la experiencia a partir de coordenadas lógicas específicas. Y que no se esconda aquí el analista tras “lo inefable” o “intransmisible” que afectaría a su práctica. Si el psicoanálisis se distingue de cualquier práctica esotérica es, precisamente, porque su estructura misma “puede formularse de manera enteramente accesible a la comunidad científica, si se recurre mínimamente a Freud que propiamente la constituyó” (LACAN 1957, 420).
Ahora bien, en esta perspectiva -la del saber en tanto que expuesto-, muchos de los requisitos propios de la investigación en otros campos pueden adecuarse a las particularidades que comporta una investigación en psicoanálisis. Y, antes que nada, el intento de producción de algo nuevo a través de un enfoque metodológico riguroso y sistemático.
En cuanto a lo primero, señalemos que también en psicoanálisis se trataría de promover proyectos que logren arribar a establecer nuevas articulaciones. Ciertamente, conseguir por la investigación la producción de novedades, por modestas que fuesen, la elaboración de algo nuevo para el campo analítico, no puede sino considerarse provechoso, siendo tantas veces desalentador el panorama que presentan los trabajos de los analistas: la repetición de las últimas verdades proferidas por la autoridad de turno.
Respecto de lo segundo, puede decirse que tanto Freud como Lacan nos han dejado ejemplos de un rigor metodológico notable. Reléanse de este modo algunos “clásicos”: La interpretación de los sueños de Freud, o La dirección de la cura y los principios de su poder y De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis de Lacan. En cualquiera de ellos se constatará el correcto planteo de los problemas, el “estado del arte” admirablemente sintetizado, la definición ágil y certera de los propósitos y objetivos de la investigación, la articulación precisa de las preguntas y de las hipótesis fundamentales, la descripción de los obstáculos con que chocan las explicaciones de otros autores, la nueva solución propuesta que hace de esos tropiezos el punto de apoyo para una nueva perspectiva epistémica y una reorientación de la práctica[18].
En efecto, que en psicoanálisis no se descuide la contingencia del encuentro, lo sorpresivo del hallazgo, lo fecundo del tropiezo, no implica en modo alguno la renuncia al rigor que procede del método, del plan que orienta la búsqueda. Más aún, es sólo en ese marco -el de un proyecto de investigación riguroso- que los hallazgos adquieren todo su valor y revelan su potencia.
Si por un lado la investigación no es únicamente búsqueda, ni comienza siquiera por allí -pues todo investigador parte de algún encuentro, de algún hallazgo, por pequeño que sea, que se vuelve condición de la investigación misma-, por otro lado, el sólo hallazgo no es garantía de una investigación seria, ni conduce necesariamente a resultados. La búsqueda disciplinada, ordenada por el método, tampoco puede obviarse.
De donde se sigue el entrelazamiento forzoso, cuando de investigar se trata, de encuentro y búsqueda, tyché y automaton.
Y tratándose entonces, no de un mero ordenamiento del saber establecido, sino de su interrogación minuciosa con el fin de hacer lugar a la producción de lo nuevo a través de un enfoque metodológico riguroso y sistemático, se puede encontrar en la virtud de la ‘precisión’ a una de las principales condiciones de la investigación en psicoanálisis[19]. Justamente, una de las complicaciones que aparece con mayor frecuencia en los proyectos de investigación en el campo psicoanalítico reside, sin duda, en la escasa precisión, por ejemplo, en la delimitación del objeto y del problema que se pretende encarar. Siendo evidente lo dificultoso que se torna alcanzar una conclusión si desde el inicio no se formula con simplicidad y pertinencia qué es lo que se pretende investigar o poner a prueba, de donde se derivan como encadenamientos lógicos los principales objetivos de la investigación.
Por fin, hallamos promisoria la apertura del campo de la investigación en psicoanálisis en el seno de la universidad, sobre todo, por las exigencias y condiciones que implica para quien se compromete en ello. La elaboración de un proyecto de investigación obliga al analista a formular de manera clara y concisa los problemas que surgen en su campo, de modo tal de volverlos accesibles incluso para aquellos que no participan de sus supuestos y que, por esa misma razón, pueden, sin embargo, ubicarse en un punto de exterioridad tal que demande pruebas y rechace meras evidencias. Es esta una vía que lo fuerza a entregar de un modo ordenado y transmisible los hilos argumentativos de aquello que sostiene, comprometiéndolo con una exigencia de racionalidad que no se distingue de la que vio nacer al psicoanálisis mismo, y a desechar, en cambio, aquello en lo que no pocas veces se adormece: el recurso a la autoridad, el empleo del código, la jerga únicamente comprendida en la parroquia, lo que no lo conduce más que a la endogamia. Seguramente es un modo de mantener abierta la ruta inaugurada por Freud y prolongada por Lacan, una “manera de interrogar al psicoanalista, de apremiarlo para que declare sus razones” (Lacan 1977, 42).
El Profesor Sigmund Freud
No fue sencillo para Freud avanzar en el terreno académico de la Viena de fines del siglo pasado. Tal progreso en el imperio austro-húngaro durante los últimos años del siglo XIX y comienzos del XX estaba signado por lo que entonces se denominaba Protektion[20] por la cual, para ascender profesionalmente, no bastaban preparación, méritos, o aptitudes, pues lo fundamental recaía sobre la red de relaciones que se supiese tejer. Y es conocida la renuencia de Freud a progresar en lo académico valiéndose de tales influencias: “se negaba a entrar en la ‘resbaladiza pendiente’[21] que suponía conseguir abogados que apelaran a sus conexiones con los burócratas de alto rango. Pensaba que el sistema austríaco de la Protektion era detestable” (GAY 1988, 168).
Nótese que devenido Privatdozent en 1885 recién en 1902 hubo una cátedra para él, cuando es nombrado Ausserordentlicher Professor (Professor Extraordinarius).
Entre tanto existieron iniciativas en su favor, pero la designación se demoraba. Así, en 1897, había sido propuesto para el cargo por sus colegas Hermann Nothnagel y Richard von Krafft-Ebing; el comité de siete miembros que debía nominarlo brindó su apoyo unánime; el claustro médico acompañó la recomendación -por 22 votos contra 10-… y sin embargo el Ministerio de Educación no promovió su nombramiento.
En verdad, al ser informado por Nothnagel de la propuesta que elevarían junto a Krafft-Ebing ya éste le advertía que no se hiciera ilusiones: “Usted sabe de las otras dificultades. Con esto quizá sólo se consiga que usted sea puesto sobre el tapete. -Sabemos todos de la escasa posibilidad de que el ministro avale la propuesta” (FREUD 1887-1904, 245).
Según P. Gay[22] esas “otras dificultades” aludirían a la atmósfera claramente desfavorable para el ascenso de los profesionales judíos en la Viena contemporánea de Freud. Pero para explicar su demora en la llegada al cargo de profesor, al antisemitismo de la Viena de la década de 1890 hay que sumar, seguramente, el escándalo que acarreaban las novedosas teorías de Freud sobre el origen de las neurosis, el papel otorgado a la sexualidad en su etiología[23]. De este modo, puede bien suponerse que “los motivos que tenía el gobierno para mostrarse renuente a reconocer y recompensar los méritos científicos de Freud estaban ‘sobredeterminados’ -para decirlo con un término freudiano-; son complejos y muy difíciles de desentrañar” (GAY 1988, 171).
Es así que mientras otros profesionales de la generación de Freud eran rápidamente promovidos como profesores, la carrera académica de éste se retardaba de modo ostensible. Si el lapso medio entre un Dozentur y una designación para una cátedra era de ocho años, Sigmund Freud debió aguardar diecisiete para conseguirla[24]. Y debe indicarse que no lo logró de modo automático. Tuvo que renunciar a un ideal de pureza, a su posición de desprecio respecto de la Protektion, y decidirse a hacer uso de sus relaciones, lo que recién ocurre a fines de 1901, al regreso de su viaje a Roma.
De vuelta entonces de aquel viaje, rectificando su posición anterior, Freud adopta una actitud definidamente activa en favor de su promoción académica. El que había permanecido tantos años inmóvil esperando que le lloviese una designación por sus exclusivos merecimientos, aquel que no había querido “enlodarse” sirviéndose de las relaciones con el fin de alcanzar su anhelado cargo, al retornar de Roma apela a su antiguo maestro Sigmund von Exner -profesor de fisiología en la Universidad de Viena desde 1891, sucesor de Brücke en la cátedra y, desde 1894, consultor especialista en el Ministerio de Instrucción Pública- quien le revela “algo oscuro acerca de influencias personales” que se habrían movido en su contra y le aconseja que se procurara una “influencia personal de sentido contrario” (FREUD 1887-1904, 501-502). Moviliza a su antigua amiga y ex-paciente Elise Gomperz, “quien fue muy amable y adoptó la causa con calor” (FREUD 1887-1904, 502) informándole que Nothnagel y Krafft-Ebing debían renovar su pedido -lo que éstos hacen de inmediato cuando Freud les escribe-. Y, por fin, mueve a otra paciente, la baronesa Marie Ferstel, quien llega a convencer al Ministro de Educación haciéndole prometer “…que haría nombrar profesor a su médico, que la había sanado” (FREUD 1887-1904, 502). Cosa que, finalmente, el Ministro no realiza “gratis”: se “hace donar” por la baronesa un cuadro de Emile Orlik para una galería que Su Excelencia proyectaba fundar. Bromeando sobre el episodio Freud le escribe a Fließ: “… creo que si un cierto Böcklin se hubiera encontrado en su poder [el de la baronesa] y no en el de su tía […] yo habría sido nombrado tres meses antes” (FREUD 1887-1904, 502). En fin, Su Excelencia habrá tenido que conformarse con un simple Orlik en lugar del codiciado Böcklin… pero Freud devino finalmente profesor: el 22 de febrero de 1902 el emperador firmó el decreto que le otorgó el título de Professor Extraordinarius[25].
Subrayémoslo entonces, Freud accedió a ese título sólo cuando pudo desprenderse de un ideal de integridad y pureza que no hacía más que ponerlo a distancia de su deseo de promover la nueva ciencia psicoanalítica, condenarlo al ostracismo y, como si eso fuera poco, dificultarle el progreso económico[26].
Nótese de qué modo se refiere él mismo a este viraje, en su correspondencia a Fließ: “Cuando regresé de Roma, el gusto en vivir y en producir había aumentado algo en mí, se había reducido el gusto por el martirio. Encontré mi praxis casi fundida, retiré de la imprenta mi última publicación[27] […] Pude imaginarme que la espera de reconocimiento demandaría una parte considerable de mi tiempo de vida y que entre tanto ningún prójimo haría caso de mí. Y no obstante yo quería volver a ver a Roma, cuidar de mis enfermos y criar a mis hijos con buen talante…” (FREUD 1887-1904, 501).
Decidió entonces conducirse como cualquier mortal, acomodándose al tiempo que le tocó vivir. Resolvió “romper con la severa virtud y dar pasos acordes, como los dan otros hijos del hombre” (FREUD 1887-1904, 501). Había aprendido “que este viejo mundo se rige por la autoridad, como el nuevo se rige por el dólar”. Finalmente reconoce, escribiéndole a su amigo: “En toda la historia hay una persona de orejas muy largas […] esa persona soy yo. Si hubiera emprendido esas diligencias tres años antes, habría sido nombrado tres años antes, y me habría ahorrado muchas cosas. Otros son sabios sin tener que ‘ir’ antes a Roma” (FREUD 1887-1904, 503).
Pero sólo el encuentro con Roma precipitó para Freud la ganancia de saber que conllevaría el cambio en su posición. Es conocido el valor que para él tenía ese viaje, sobre todo cuando se lo confronta con su conocida fobia a viajar.
Ahora bien, no nos interesan aquí los posibles análisis psicológicos o interpretaciones más o menos analíticas que puedan hacerse -y que se han hecho[28]– de ese viaje de Freud sino desatacar, en este punto, el otro acontecimiento -no menos importante que el señalado- que se sitúa en la misma encrucijada que lo conduce, en su retorno de Roma, a modificar su posición pasiva respecto de su carrera académica. Es que en el otoño de 1902 Freud comienza a reunir en Berggasse 19, una vez por semana, a un pequeño grupo de médicos jóvenes “con el propósito expreso de aprender, ejercer y difundir el psicoanálisis” (FREUD 1914, 24). Se trata del origen de la Asociación Psicoanalítica de Viena.
Señalemos entonces esta sorprendente coincidencia. De regreso de su viaje encontramos tanto la rectificación de Freud de su posición respecto de la Protektion -lo que lo encamina hacia la cátedra en la universidad- como el inicio de las reuniones de la Sociedad de los Miércoles -el nacimiento mismo de la institución psicoanalítica-. Roma parece haber despabilado a un adormecido Freud despertándolo a su deseo, empujándolo a extender el psicoanálisis al mismo tiempo en tales dos frentes. Por extraño que parezca, el envión freudiano que impulsa al psicoanálisis desde el comienzo de este siglo, teniendo en cuenta la encrucijada señalada, se muestra ya “bifurcado” a partir del deseo mismo de Freud: se extiende sobre la universidad y sobre la asociación de psicoanalistas. Dos lugares en los que el saber acumulado por el hasta entonces solitario Dr. Freud podría exponerse, difundirse y, de este modo, privarlo de aquello por lo que no sólo sufría sino de lo que también se jactaba: su “espléndido aislamiento” (FREUD 1887-1904, 451).
Podemos ahora, tomando como fondo el recorrido freudiano recién expuesto, ocuparnos de la propuesta de Freud respecto de la enseñanza del psicoanálisis en la universidad, su relación con la institución analítica y con la formación que él pretendió para el psicoanalista. Lo haremos, por el momento, señalando cuatro puntos centrales en su planteo, para retomarlos luego a partir de la coyuntura tan particular que supone la difusión actual del psicoanálisis en las universidades argentinas.
- Que aunque la incorporación del psicoanálisis a la enseñanza universitaria reportaría una “satisfacción moral” al psicoanalista, para Freud resulta evidente que éste puede “prescindir de la universidad sin menoscabo alguno para su formación” (FREUD 1918/1919, 169): su orientación teórica surge del estudio de la bibliografía psicoanalítica y del contacto con colegas más experimentados en el marco de las asociaciones psicoanalíticas, y su experiencia práctica, del análisis propio y del control y la guía de analistas reconocidos.
- Pero que, aún así, las asociaciones psicoanalíticas no deben su existencia más que “a la exclusión de que el psicoanálisis ha sido objeto por la universidad”. En efecto, Freud no deja de hacer notar que tales asociaciones “seguirán cumpliendo una función útil mientras se mantenga dicha exclusión” (FREUD 1918/1919, 169). Impactante, sin duda. Lo que nos conduce a la pregunta -ineludible si seguimos el planteo freudiano- por el futuro de tales asociaciones para el caso de una eventual caducidad de dicha exclusión.
- Que Freud no deja de soñar con el ideal de una escuela superior psicoanalítica -la que, según su perspectiva, encuentra ya su germen en los institutos didácticos de entonces- proponiendo incluso las materias que allí debieran enseñarse: “junto a la psicología de lo profundo […], una introducción a la biología, los conocimientos de la vida sexual […], una familiarización con los cuadros clínicos de la psiquiatría. Pero, por otro lado […]: historia de la cultura, mitología, psicología de la religión y ciencia de la literatura…” (FREUD 1926, 230).
- Finalmente, que dejando a un lado la cuestión sobre la institución que la imparta, lo capital para Freud sigue siendo “la exigencia de que no pueda ejercer el análisis nadie que no haya adquirido […] una determinada formación” (FREUD 1926, 219). Lo que lo movió a discutir con los médicos de su época, quienes pretendían, por su espíritu corporativo, monopolizar la práctica del análisis al sostener la necesidad de la habilitación a partir de la profession y no de la formación. Al respecto la posición de Freud fue clara[29]: los “no médicos” -los laicos (legos)-, contando con la formación analítica adecuada, pueden practicar el psicoanálisis. Este “hijo del siglo”[30], el nuevo discurso por él inaugurado, no dependería -tal la apuesta freudiana- del título provisto por la facultad de medicina… ni por ninguna otra.
El psicoanálisis en la formación del psicólogo
Si la presencia del psicoanálisis en la universidad argentina puede reconocerse desde 1905 en relación con la clínica de la histeria[31] -a través del libro de José Ingenieros Histeria y sugestión que vio cinco ediciones entre 1904 y 1919 podemos tener alguna idea acerca de lo que se enseñaba en su cátedra de las teorías y del método psicoterapéutico de Freud[32]– y también, como una manifestación de una teoría sobre la que hay que opinar, en cátedras de medicina legal, forense y en la Facultad de Filosofía y Letras[33] a partir de los años ‘20[34], es bien cierto que su difusión en escala ampliada en el ámbito universitario sólo se inicia después de abiertas las carreras de psicología (en 1956 se crea la primera en Rosario, y en 1957 la de Buenos Aires). Así, es en las aulas y en los planes de estudio de estas carreras donde el psicoanálisis -al principio con el impulso de los analistas de la IPA y luego con el de los lacanianos- comienza a ocupar un lugar preponderante[35].
Considerando tal extensión -que explica quizás en parte que el lego, cuando no el profesional, termine a veces por no distinguir al psicólogo del psicoanalista, o a la psicología del psicoanálisis- no podemos abandonar nuestro recorrido sin referirnos al lugar que ocupa el psicoanálisis en la formación del psicólogo. Siéndonos forzoso, entonces, partir de las relaciones del psicoanálisis con la psicología.
Podría suponerse que en los textos freudianos se mantiene a veces cierta ambigüedad respecto de tales relaciones. En algunos momentos, para separarlo de cualquier perspectiva biológica, Freud parece no dudar en ubicar al psicoanálisis en el terreno de la psicología. Llega así a sostener que “el psicoanálisis es una pieza de la psicología […] de la psicología lisa y llana…” (FREUD 1926, 236). Pero, continúa: “…no es el todo de ella [de la psicología], sino su base {Unterbau}, acaso su fundamento {Fundament} mismo” (FREUD 1926, 236), introduciendo ya con esto un principio de diferenciación: considerarlo base o fundamento implica, de seguro, distinguirlo de ella.
Es que Freud no confunde ni reduce el psicoanálisis a la psicología. Es erróneo, a su juicio, “suponer que el psicoanálisis aspira a una concepción puramente psicológica de las perturbaciones anímicas” (FREUD 1913, 178). Más aún, debe reconocerse que a pesar de tomar “su sentido de sus coyunturas, es decir de la psicología reinante en su tiempo…” (LACAN 1936, 67) el descubrimiento freudiano subvierte los fundamentos mismos de la psicología de la conciencia -la que no hace distingos entre lo psíquico y lo conciente-, fundando un nuevo campo del saber y habilitando una práctica inédita.
En un nuevo contexto en el que denuncia la psicologización del psicoanálisis, Lacan destaca con insistencia “…la distancia mantenida entre nuestra praxis y la psicología…” (LACAN 1951, 206), al tiempo que critica a sus colegas contemporáneos: “…en el momento en que la psicología, y con ella todas las ciencias del hombre, han sufrido, aunque sea contra su voluntad o incluso sin saberlo, un profundo reajuste de sus puntos de vista por las nociones nacidas del psicoanálisis, parece producirse entre los psicoanalistas un movimiento inverso […] Los vemos pues, bajo toda clase de formas […] refugiarse bajo el ala de un psicologismo que, cosificando al ser humano llegaría a desaguisados al lado de los cuales los del cientificismo físico no serían sino bagatelas […] en suma un homo psychologicus cuyo peligro denuncio”. (LACAN 1951, 205-206).
Se trata pues, en la perspectiva de Lacan, de recusar[36], a partir de la función del sujeto tal como la instaura la experiencia freudiana, a una psicología cuyo “criterio es la unidad del sujeto” (LACAN 1960a, 774-775), siendo no otra cosa que “vehículo de ideales”, “deferente a los votos del estudio de mercado” (LACAN 1960b, 811), y “que revigoriza […] sus bajos empleos de explotación social” (LACAN 1960a, 778); en suma, de impugnarla, sobre todo cuando en ella más o menos veladamente se acomoda el psicoanalista. Es por eso que no deja de señalar que al deseo, el discurso que le conviene, es ético y no psicológico[37].
Ahora bien, si el psicoanálisis no es psicología, se plantea la pregunta: ¿por qué insistir en mantener su presencia en la formación del psicólogo? ¿No alienta acaso tal presencia, como lo hemos insinuado, las confusiones entre los dos campos?
Consideramos que las definiciones al respecto no pueden pensarse al margen de una perspectiva que hace a la política del psicoanálisis y su extensión, así como tampoco pueden ser ajenas al marco legal en el cual se inscribe actualmente la práctica de la psicología y del psicoanálisis en nuestro medio.
En la actualidad, para la ley argentina, el título de psicólogo o de médico habilita para el ejercicio de la psicoterapia. Y siendo que la misma legislación cuenta al psicoanálisis entre las prácticas psicoterapéuticas, tanto médicos como psicólogos se encuentran autorizados para su ejercicio. Pero nos preguntamos, ¿acaso la Facultad de Medicina forma psicoanalistas?… ¿y la de Psicología? La respuesta es negativa en ambos casos.
En Sobre el psicoanálisis silvestre Freud advertía contra el riesgo de que médicos no formados hicieran estragos en nombre del psicoanálisis, y trataba entonces de rescatar sus fundamentos, así como la necesidad de una formación específica para su práctica. Le interesaba mantener en la cultura el prestigio de la nueva ciencia y para eso era necesario desacreditar a quienes no estuvieran suficientemente formados para ejercerla, sin importar los títulos universitarios que ostentasen.
Sin duda pueden extenderse estas afirmaciones a los psicólogos, para quienes tampoco la formación universitaria resultará suficiente si deciden dedicarse a practicar el análisis. El paso por la universidad podrá despertar el interés por el psicoanálisis en muchos de los que entran en contacto con su enseñanza, pero no debería crear la ilusión de que el diploma de psicólogo -u otro- alcanza para considerarse psicoanalista. Ello implicaría perder de vista que, en la perspectiva freudiana, al analista no le basta el conocimiento de la teoría, sino realizar una práctica supervisada y, fundamentalmente, haber tenido la experiencia del inconciente a partir de un análisis, sin lo cual el psicoanálisis corre el riesgo de convertirse en un saber sin consecuencias. Pero está excluido que la universidad exija tales requisitos al estudiante.
Por otro lado, en ¿Pueden los legos ejercer el psicoanálisis?, escrito en 1926 ante los problemas legales con los que se encontró T. Reik acusado de curanderismo por ejercer el psicoanálisis sin ser médico, Freud desarrolla un extenso e interesante alegato para demostrar que no es necesario ser médico para practicar el psicoanálisis. Hoy se puede agregar -ya que en aquél entonces no existían aún las carreras de psicología- que a partir de las exigencias intrínsecas del psicoanálisis tampoco sería necesario ser psicólogo. Nuevamente, para Freud, bastaría haber realizado la formación en una institución psicoanalítica, incluyendo el análisis personal.
De modo que, a partir de los señalado, ser psicólogo no es suficiente pero, en verdad, tampoco necesario, desde la perspectiva del psicoanálisis, para practicarlo. Y esto porque no hay práctica analítica que pueda autorizarse a partir de un título universitario, ya sea de psicólogo, de médico o cualquier otro. Pero, aún así, continúa siendo cierto que, desde la faz legal, el ejercicio del psicoanálisis se restringe actualmente en nuestro país a médicos y psicólogos. Es por ello que el camino se inicia para la mayoría con la elección de la carrera de psicología o de medicina, como proveedoras de los títulos universitarios que habilitan legalmente para su práctica. Y de ahí la importancia de la reflexión sobre el lugar que ocupa el psicoanálisis en los programas de estudio y la necesidad del compromiso del psicoanalista con la cuestión.
Entonces, si bien es claro que la formación del psicólogo y del psicoanalista no deben confundirse, entendemos que es tan riesgoso dejar a la psicología sin conexiones con el psicoanálisis como extender de manera indiscriminada el psicoanálisis a todo el campo psicológico. En un mundo en el que la psicología científica avanza en sus pretensiones de objetivación y de abolición subjetiva, ¿puede el psicoanalista eludir la responsabilidad que le cabe en la formación de aquéllos que en sus prácticas se ocupan de la subjetividad? ¿Dejaremos en manos de una psicología de la conciencia, descriptiva, sugestiva y objetivante la enseñanza entera de la disciplina psicológica? Si es crucial para el psicoanálisis mantener su lugar en la cultura y responder a la subjetividad de una época, y siendo que no solamente en la actualidad los psicólogos se encuentran legalmente habilitados para su ejercicio sino que, además, la mayoría de los jóvenes analistas son egresados de las carreras de psicología, ¿podemos, si estamos comprometidos con el porvenir del psicoanálisis, desentendernos de su formación?[38].
En fin, podría aún objetarse que con la enseñanza universitaria el estudiante nunca podrá aprender cabalmente el psicoanálisis. Respondemos con palabras que Freud articula para el estudiante de medicina: “Efectivamente es así, si encaramos el ejercicio práctico del análisis, pero para el caso bastará con que aprenda algo del psicoanálisis y lo asimile” (Freud 1918/1919, 171). Por otra parte, la enseñanza del psicoanálisis al estudiante de psicología no sustituye la formación ulterior, si decide dedicarse a practicarlo. De hecho, “la enseñanza universitaria tampoco hace del estudiante de medicina un cirujano diestro y capaz de afrontar cualquier intervención” (FREUD 1918/1919, 171). Para los que deseen dedicarse posteriormente al psicoanálisis la formación que reciban durante sus estudios los introducirá seguramente en algunas de las principales cuestiones con las que deberán confrontarse luego con más detenimiento y en otras condiciones.
Por último, no pocas veces se ha asociado la extensión del psicoanálisis -en especial aquel de orientación lacaniana- en las carreras de psicología, con el hecho de que una importante cantidad de estudiantes, una vez egresados, se considere de inmediato en condiciones de tomar pacientes “en análisis”, y a que efectivamente lo hagan (algunos, incluso, sin haberse recostado jamás en un diván, o con unos pocos meses de análisis en su haber).
En cuanto a ello debemos señalar que, en efecto, quizás inicialmente la difusión de la enseñanza de Lacan, y de su propuesta sobre la autorización del psicoanalista -‘el analista no se autoriza más que por sí mismo’-, no dejó de favorecer en nuestro medio aquella posición, toda vez que dicha enseñanza fue introducida sin las necesarias referencias al concepto de escuela, de garantía, y de pase. Todavía hoy cierto “lacanismo” se divulga en el ámbito universitario -como en otros- desprendido de dichas nociones, pregonando un “autorizarse-por-sí-mismo” anarquizante y ajeno a la enseñanza de Lacan.
Pero, puestas las cosas en su lugar, por un lado -ya lo hemos señalado- no se concibe práctica analítica garantizada a partir de un título universitario. Y por el otro, la perspectiva lacaniana no debe confundirse con aquel anarquismo ingenuo, no puede presentarse trunca: para Lacan, “sólo el analista, o sea no cualquiera, no se autoriza más que por sí mismo” (LACAN 1973, 48).
De modo que si bien resulta natural que los jóvenes psicólogos se autoricen a una práctica profesional para la cual están “licenciados”, y que la ley del ejercicio profesional de la psicología actualmente convalida, debemos distinguir con claridad tal práctica profesional del acto del analista[39]. Quien los confunda no hace más que contribuir a la degradación del autorizarse-por-sí-mismo lacaniano.
Por otra parte, nos parece que tal degradación le debe menos a la presencia de los practicantes del psicoanálisis en los ámbitos universitarios y a la difusión del mismo que allí se realiza, que a la ausencia en nuestro medio -al menos hasta hace poco tiempo- del dispositivo que hace pasar a lo real la doctrina lacaniana sobre la autorización del analista.
En efecto, creemos que una de las consecuencias esperables de la instauración del dispositivo del pase es la promoción de la orientación de Lacan en lo que se refiere a la autorización del analista, sobre todo, más allá de las fronteras de la Escuela[40]. Y no podemos sino apostar a que tal práctica consiga provocar por sus efectos extramuros -de la Escuela-, entre otros, el cuestionamiento de esa modalidad de autorización impropia de la enseñanza de Lacan, y de ninguna manera restringida exclusivamente al círculo de jóvenes egresados de las carreras de psicología: cada quien sabe hasta qué punto el rebajamiento de la doctrina lacaniana sobre la autorización del analista se verifica también, extensamente, entre supuestos analistas de prolongadas trayectorias.
Quizás, antes de concluir, podamos interrogarnos por el actual y constatable predominio de cátedras afines a la enseñanza de Lacan entre las materias psicoanalíticas de las carreras de psicología. ¿Supondremos contingente este hecho o habrá acaso algún orden de razones que lo tornan necesario? Nos inclinamos por lo segundo. Quizás la exigencia de rigor que impregna la enseñanza de Lacan, más su referencia a la ciencia[41], constituyan los aspectos que la vuelven apropiada para extenderse en las cátedras psicoanalíticas de la universidad. O para decirlo de otro modo: si la enseñanza del mathema es el punto donde el psicoanálisis se encuentra con la universidad[42], tal vez las cátedras de orientación lacaniana sean, dentro del ámbito del psicoanálisis, las que están en mejor posición de impartirla.
Para concluir
Frente a las ventajas que resultan de que el analista frecuente los claustros universitarios, y que pueden desprenderse del recorrido que hemos realizado -entre otras: la producción de sujetos “transferenciados” con el discurso psicoanalítico (y no con la psicología cognitiva por ejemplo), la interrogación de los procedimientos de reflexión y de elaboración lógica de los trabajos del analista, y el alivio de los efectos de enclaustramiento y de secta propios de las instituciones psicoanalíticas- se pueden destacar, y no deja de hacérselo, los riesgos que acarrea una tal extensión del psicoanálisis en el ámbito universitario. Entre ellos, seguramente, la amortiguación por parte de la universidad de lo propiamente subversivo que conlleva la invención freudiana, su absorción apaciguadora por un discurso -el universitario- que lo transforma en un saber impotente, sin consecuencias, no es el menos importante.
Por nuestra parte debemos señalar, en primer lugar, el error que surge de confundir la institución universitaria con el discurso homónimo formalizado por Lacan. Por un lado, en la universidad se presentan, sin duda, diversos giros discursivos -en los que radica propiamente cualquier efecto de enseñanza que merezca llamarse tal-. Por el otro, no debe creerse que este discurso se restringe únicamente a los claustros universitarios: es uno de los lazos que Lacan ha formalizado para nuestra cultura y es factible encontrarlo funcionando elegante y necesariamente en los más distintos ámbitos, incluso, en las instituciones analíticas -se acerquen éstas más o menos a la propuesta lacaniana de la escuela de psicoanálisis-[43].
En segundo lugar, nos preocupa más llamar la atención sobre un peligro situado en las antípodas del invocado, del que no se desprenden las posiciones puristas que desacreditan la extensión del psicoanálisis en la universidad, y que interesa de manera capital a la persistencia y vitalidad del discurso analítico mismo: la (auto)segregación elitista que termina en el aislamiento del psicoanálisis en la ciudad.
Sepa el analista pretendidamente puro, que la reclusión del psicoanálisis en los aposentos en los que él mismo se resguarda -el consultorio, la institución analítica- con el fin de no “contaminarlo” -ni contaminarse- en el lodazal de los discursos supuestamente ajenos a su práctica, no acarrea más que marginación y esterilidad para el discurso al que pretende servir pues, como lo hicimos notar, éste no se sostiene sino en la interacción con otros saberes.
Entendemos más bien que conocer las dificultades que conlleva la enseñanza del psicoanálisis en la universidad, más aún, los obstáculos y resistencias que le opone esta institución, tanto como las formas que adopta el saber en el discurso universitario, no debe conducir a la renuncia del psicoanalista frente a lo imposible que encara. Por el contrario, esa confrontación bien puede ser la oportunidad para que la enseñanza como tal se renueve[44]. Es, por otra parte, lo que plantea Lacan luego de algunos años de actividad en el Departamento de Psicoanálisis en Vincennes: “La antipatía de los discursos, el universitario y el analítico, ¿podrá ser superada en Vincennes? Ciertamente no. Ella allí es explotada, al menos desde hace cuatro años, donde yo velo por eso. El que, al confrontarse con su imposible la enseñanza se renueva, eso se constata” (LACAN 1978, 278). Hacemos nuestra su apuesta.
Por Godoy, G. Lombardi, R. Mazzuca, F. Naparstek, Napolitano, A. Rubistein, y F. Schejtman (redactor)
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[1] Cf. Miller, J.-A., “El concepto de escuela”, Cuadernillos del pasador, Buenos Aires, 1991.
[2] Cf. Corominas, J., Breve diccionario etimológico de la Lengua Castellana, Gredos, Madrid, 1980, p. 357.
[3] Cf. Gilson, E., La filosofía en la Edad Media, Gredos, Madrid, 1985, p. 373.
[4] Monseñor Glorieux, La littérature quodlibetique, 1936, citado en Le Goff, J., Los intelectuales en la Edad media, Gedisa, Barcelona, 1990, p. 94.
[5]Cf. Lacan, J., El seminario. Libro 17: El reverso del psicoanálisis, Paidós, Barcelona-Buenos Aires, 1992.
[6] Cf. ibíd., p. 31-32.
[7] Cf. Weber, M., Economía y sociedad, F.C.E., México, 1996, p. 173-180.
[8] Cf. Bonvecchio, C., El mito de la universidad, Siglo veintiuno, México, 1991.
[9] P. ej., Etienne Gilson -a quien antes citamos y del que Lacan admiraba “la pluma sublime”-.
[10] Cf. Lacan, J., El seminario. Libro 17: El reverso del psicoanálisis, op. cit.
[11] Cf. ibíd.
[12] Cf. Lacan, J., “Alocución” (Discurso de clausura del Congreso de la EFP, 19-4-70), en Scilicet, 2-3, 1978.
[13] Cf. Lacan, J., El seminario. Libro 17: El reverso del psicoanálisis, op. cit., p. 33 y sigs.
[14] Una revolución tal, sin embargo, que al igual que la marxista, parece destinada al fracaso cada vez que se la plantea a nivel colectivo. Cuando lo que vale para uno, vale para todos… ¡adiós psicoanálisis!
[15] Cf. Lacan, J., “L’étourdit”, en Scilicet, 2/3, Seuil, París, 1973, p. 5-52.
[16] Sobre la exigua investigación en psicoanálisis en nuestro medio y sus razones, cf. García, G., “Investigación y enseñanza”, en El psicoanálisis en el mundo, 1994, y también, Baños Orellana, J., “Monografías, trabajitos e investigaciones”, en El caldero de la escuela, 50, Eol, marzo-abril 1997.
[17] Cf. Miller, J.-A., “El analista y los semblantes”, en De mujeres y semblantes, Cuadernos del pasador, Buenos Aires, 1993, donde diferencia saber supuesto y saber expuesto. También, Laurent, E., “Entrevista”, en El caldero de la escuela, 22, Eol, junio 1994.
[18] Cf. Lombardi, G., “La investigación en psicoanálisis”, en El caldero de la escuela, 50, Eol, marzo-abril 1997.
[19] Cf. Miller, J.-A., “Clase inaugural del Centro Descartes”, en Descartes, 11/12, Anáfora, Buenos Aires, 1993, donde liga la virtud de la precisión en psicoanálisis con la orientación hacia el detalle.
[20] Cf. Gay, P., Freud. Una vida de nuestro tiempo, Paidós, Buenos Aires-Barcelona-México, 1989, p. 168.
[21] Freud a Elise Gomperz, 25 de nov. de 1901. Briefe [Epistolario], 256; citado por Gay, P., op. cit., p. 168.
[22] Cf. Gay, P., op. cit., p. 170-171.
[23] Cf. ibíd., p. 171.
[24] Cf. también, Jones, E., Vida y obra de Sigmund Freud, 1, ed. abrev., Anagrama, Barcelona, 1981, p. 334-5.
[25] Respecto del deseo de Freud de ser nombrado profesor recuérdese aquí el “sueño del tío José”, o “sueño del tío de la barba dorada” (cf. Freud, S., “La interpretación de los sueños”, en Obras completas, Amorrortu, t. IV, p. 155-163 y 206-208), en el que Freud, no conforme con haber revelado allí su anhelo de ser profesor, interpreta que en él se venga de Su Excelencia: “El se rehúsa a nombrarme professor extraordinarius, y yo en sueños le ocupo su lugar” (FREUD 1900, 208).
[26] Los motivos económicos no se cuentan entre los últimos a la hora de valorar aquellos que empujaron a Freud a modificar su posición respecto del progreso de su carrera académica. Si bien el rango de Professor Extraordinarius no suponía un salario mayor, sí deparaba, en cambio, un grado de prestigio que acarreaba consecuentemente una afluencia mayor de pacientes: “…en nuestra sociedad [el cargo de profesor] exalta al médico como semidiós para sus enfermos…” (FREUD 1900, 156).
[27] Se refiere al “caso Dora”.
[28] Cf. p. ej., Gay, P., op. cit., p. 163 y sigs.
[29] Cf. Freud, S., ¿Pueden los legos ejercer el psicoanálisis?, en Obras completas, op. cit., t. XX.
[30] “… la palabra Laien (laicos) designa por aproximación una figura que se parecía al seglar, al hijo del siglo que se sustrae a una tradición” (GARCIA 1983, 28).
[31] Puede destacarse que el psicoanálisis “llega al seno universitario [argentino] como un discurso ligado a lo mental, a lo psicológico, a diferencia de otros países […] donde aparece ligado a la literatura y a la ‘moda’ de la intelectualidad de la época” (KRIADO 1992).
[32] Cf. Ingenieros, J., “Histeria y sugestión”, en Obras completas, IV, Elmer, Buenos Aires, 1957, cap. I, punto III.
[33] P. ej., en la cátedra de Psicología de E. Mouchet, quien habría sido el primero en incorporar a Freud con algún detenimiento a la enseñanza universitaria (cf. Vezzeti, H., Aventuras de Freud en el país de los argentinos, Paidós, Buenos Aires, 1996, p. 132).
[34] Cf. Informe: “Historia del psicoanálisis en la Universidad de Buenos Aires. Consecuencias”. Redacción: D. Fleischer. Inédito.
[35] Lo que sobresale aún más cuando se establece una comparación con los planes de estudio en otros países en donde sólo se encuentra como una orientación aislada.
[36] Cf. Lacan, J., “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconciente freudiano”, en Escritos, 2, Siglo veintiuno, México, 1984, p. 774.
[37] Cf. ibíd., p. 784.
[38] Podríamos interrogarnos aquí, incluso por el lugar del psicoanálisis en la formación de los psicólogos que no se dedicarán a la práctica clínica. ¡Es que a pesar de todo también egresan de las carreras de psicología aquellos que se desempeñarán en los campos de la psicología educacional, laboral, forense, institucional etc.! ¿Tiene el psicoanálisis algo para aportar a su formación? No se nos ocurre negarlo. Pero, aún así, las posibilidades de extensión del psicoanálisis y sus conceptos a problemas vinculados con la psicología forense, educacional, institucional, social, etc., requieren ser elaboradas con rigor. El traslado de un concepto a otros campos, por fuera del marco de los problemas y de la práctica de los cuales surge, no puede ser mecánica, no deben ocultarse las modificaciones que se operan en el mismo a partir de su ‘exportación’.
[39] Cf. Lacan, J., El seminario. Libro 15: “El acto psicoanalítico”, inédito, clase del 22-11-67, donde opone lo que es del acto analítico a lo que del acto hace profesión.
[40] No consideramos imposible, al respecto, la difusión en el ámbito universitario del concepto lacaniano de escuela, que incluye al pase en su núcleo. Recuérdese, por lo pronto, la conferencia que J.-A. Miller dicta en octubre de 1991 en la Facultad de Psicología de la UBA, precisamente con este título: “El concepto de escuela” (cf. Miller, J.-A., “El concepto de escuela”, op. cit.).
[41] Hay que tener en cuenta, aunque ésto no se constate todavía de modo pleno en nuestro país, que “…para el Estado moderno, no hay más que una universidad científica. Aquello que hay que transmitir en forma prioritaria es el saber científico…” (LAURENT 1992, 23-24).
[42] Cf. Miller, J.-A., “Prólogo en Guitrancourt”, en Sección Clínica de Buenos Aires, 1996.
[43] Así lo plantea también J. Baños Orellana, entendiendo lo universitario “en un sentido amplio y no necesariamente coincidente con lo que corrientemente lleva su nombre […] un orden que se instala episódicamente en las cátedras y que puede encarnarse perfectamente en cualquier espacio del lacanismo, por selecto, silvestre y garantizado que se anuncie” (BAÑOS ORELLANA 1995, 191).
[44] Sería interesante, por otro lado, examinar con detenimiento -cosa que no podemos hacer aquí- los momentos de mayor despliegue del psicoanálisis en la universidad. Quizás podría revelarse que éste ha podido extenderse allí, insertándose, casi siempre, en sus puntos sintomáticos. Por ejemplo, el Departamento de Psicoanálisis de París VIII, creado como consecuencia del mayo del ‘68; o en Buenos Aires, su importante crecimiento en dos momentos especialmente críticos: los años ‘60 y el retorno a la democracia en los ‘80.