En nuestro observatorio nos propusimos estudiar la problemática de la violencia contra las mujeres tomando en cuenta la fuerte presencia del feminismo en diferentes órdenes del campo de lo social y de la cultura en general. A lo largo de estos años se ha podido constatar que las legislaciones y la penalización de estos hechos no logran resolver sus diversas manifestaciones. Hay en juego una dimensión que excede la regulación simbólica que propone la ley en su función de velar por el cumplimiento de los Derechos Humanos.

La incidencia del feminismo institucionalizado sostiene una fórmula de hierro que asigna dos lugares incuestionables: El de la mujer-víctima, y el del hombre-victimario.

Esta concepción tiene consecuencias que alcanzan a las legislaciones, los programas de asistencia, los dispositivos terapéuticos y los diversos recursos que implementa el Estado para responder a esta problemática.

La ley parte de un axioma que ordena su lógica: la violencia contra la mujer sea física, psicológica o sexual, es siempre producto de una relación sostenida en una desigualdad de poder.

La justicia, que interviene entonces para asegurar que no se vulneren los derechos de la mujer, recurre al ejercicio de una práctica protocolizada que genera sus propias paradojas y efectos de segregación. El primero de ellos es el de cercenar su condición de sujeto responsable ya que, al reducirla a la posición de víctima, desconoce su capacidad de asumir una implicación subjetiva en los hechos acontecidos.

A su vez el hombre, identificado como el victimario, es introducido en dispositivos de asistencia que lejos de lograr su consentimiento subjetivo, es vivido como un castigo que debe cumplir en función de las exigencias de los juzgados intervinientes.

Los “informes victimológicos” que se solicitan habitualmente, tienen como finalidad establecer medidas de protección a partir de la evaluación de protocolos estandarizados que no consideran los determinantes subjetivos que cada caso presenta. Son frecuentes entonces los abandonos de los tratamientos, las reincidencias y el retiro de las denuncias realizadas.

J.-A. Miller nos recuerda que la manifestación propia de esta época es la creencia en la omnipotencia del significante legal. La creencia de que, si se dispone convenientemente un sistema de derecho y se determinan procedimientos correctos, se neutralizará todo lo que obstaculice el régimen del progreso, creando un sistema válido para todos, asegurando lo colectivo.[1]

Pero mientras más progresa el reino del significante puro, mayor condensación se produce del lado del goce.

Entre lo que establece un protocolo y la particularidad propia de cada caso existe una discontinuidad, un imposible de saber que debe atravesarse asumiendo el riesgo de un acto que, en tanto tal, no es universalizable. Se introduce de este modo una dimensión ética que permanece elidida con la aplicación automática del protocolo.

El psicoanálisis asume una posición decidida por el Estado de derecho, pero al separar a la mujer y al hombre de los universales, considera los casos a partir de la presencia de un goce que excede el Para Todos de las normas y legislaciones. Admite así la imposibilidad de reconstruir totalmente la causalidad objetiva de un acto subjetivo.

Resulta importante propiciar encuentros en los que sea posible conversar y debatir con los agentes responsables de las instancias jurídicas y de los diversos dispositivos de asistencia implementados por el Estado. Debemos ocuparnos de dar a conocer lo que el psicoanálisis puede aportar para el abordaje de la apremiante problemática que hoy nos presenta la violencia contra las mujeres.


NOTAS

  1. Miller, J.-A: “Un esfuerzo de poesía”, Edit. Paidós, Bs.As., 2016, pág. 48.