El síntoma es una paradoja *

JACQUES-ALAIN MILLER

El psicoanalista es un terapeuta, no lo olvidemos. Nos dirigimos a él para curarnos o, al menos, para estar mejor. Lo que tiene que resolver es todo lo “psi”. El síntoma como aquella cosa que debe ser suprimida en la medida en que el síntoma es lo que no va. Si vamos a ver a un psicoanalista, nos atribuimos a nosotros mismos lo que no va. Puede suceder también que se vaya a ver a un psicoanalista por alguna otra razón, por ejemplo, para conocerse a uno mismo y, en ese caso, y sobre esa base, no es seguro que la demanda realizada al analista sea admisible. Es necesaria la queja, hace falta un sufrimiento. El sujeto consulta por eso de lo cual se queja y espera poder deshacerse de ese padecer.

Se dice entonces que el síntoma se presenta primero como un impedimento. Existen analistas que dicen: “¡muy bien! ¡nos ponemos a la obra!”; “¿de qué está sufriendo usted?”; “esto es lo que dispongo para aliviarlo: lo voy a poner a su servicio por una duración que se puede estimar en…”, etc. Eso no estaría mal si fuera el único lado del síntoma, ese lado incómodo, pero no es el único, ni tampoco es su lado más profundo. El síntoma es algo que, al comienzo, la persona primero aísla, luego nombra e identifica en la misma medida en que ella misma no se reconoce allí, en una cierta cantidad de cosas que piensa o hace, o bien se hace eco en fenómenos de los cuales es el foco. Hay algo en lo cual la persona sí se reconoce y es en la imagen de sí misma, la que ha construido de ella misma. Digamos que es su yo (je) que es, precisa, verdadera y esencialmente una imagen.

Algunas metáforas admiten decir que el yo es algo que nace en el espejo, como imaginario, con una forma total, completa del cuerpo. Es la idea que tenemos de nuestra personalidad, habiendo sido modelada sobre una imagen, como si el yo fuera una forma total, susceptible de florecer, una forma sintética, en fin… Se trata de integrar algunos elementos que, o por azar o por descuido no se han ajustado, comprimido, eso es, seguramente, una ilusión para aquellos que creen en el auge de la personalidad y realizan falsas promesas.

El síntoma no es un accidente. Es, en primer lugar, lo que escapa a la organización del yo, lo que se manifiesta fuera de su poder de modo independiente. El síntoma tiene un carácter de extraterritorialidad con respecto a lo que se llama “el poder de la conciencia” o “la síntesis de la personalidad”. Es posible introducir aquí toda la psicología que invita a ser dueño de sí mismo. Hay, efectivamente, hoy en día, profesores de autocontrol.

El síntoma es un enclave en el imperio del yo y constatamos que, con respecto a ese yo -que es imaginario-, el síntoma resiste. Si el yo es imaginario, el síntoma, el verdadero síntoma, es real. Algunas personas lo que tienen de más real es su síntoma: el síntoma está ahí, no puede ser eliminado. Lo que Freud constató es que había fragmentos del mundo interior que eran extranjeros al imperio del yo y que el yo era llevado a adaptarse, tal como se supone que lo hace con el mundo exterior.

El yo hace frecuentemente “contra mala fortuna-buen corazón”, y adopta el síntoma. Freud llama a eso la “adaptación secundaria del yo al síntoma” y aún más, “la incorporación del síntoma al yo”. Eso se manifiesta, en un primer momento, molestando intensamente y en un segundo tiempo, invitamos al síntoma a la esfera de nuestro yo, y pasa a formar parte de nosotros, eventualmente, hasta el punto de que se vuelve lo que más amamos en nosotros mismos.

Lo que Freud descubrió aquí y que invalida, desde el punto de vista de los psicoanalistas, las promesas de curación total y rápida, es que existe una satisfacción presente en el síntoma. Una satisfacción que está escondida que, eventualmente, puede hacer sufrir a nuestro yo. El síntoma puede tomar el sentido de una satisfacción. Freud pensó que el síntoma era un mensaje. Lo descubrió en sujetos que hablaban con sus cuerpos, digamos que parte de sus cuerpos, pero estudiando a esos sujetos enfermos de sus pensamientos, los que no pueden impedirse pensar “en”, descubrió que el síntoma tenía valor de goce. Tomemos como ejemplo a las personas que presentan rasgos de carácter repulsivos para su entorno, que no diferencian entre su yo y el síntoma. Quieren mantener esos rasgos de carácter repulsivos de modo esencial, no consideran que esos rasgos habría que suprimirlos, ese modelo de personas llamadas “obsesivas”. Hay muchas en las grandes organizaciones burocráticas sobre las que reposa nuestra civilización y hacen funcionar a esas organizaciones gracias a sus síntomas. Hace falta, es necesario que se topen con un enigma para que entonces se separen un poco de ellos. Es gracias a su síntoma que se ganan la vida.

Este segundo lado es diferente del primero y es mucho más importante para la clínica, porque es el lado en que, aún si uno se queja, no puede des-hacerse, hay un núcleo que resiste. Entonces, una vez resueltas las dificultades más superficiales, encontramos ese núcleo sintomático que se aferra a uno como una garrapata a su perro. Es un parásito, es como si el síntoma fuera un organismo parásito en el interior de vuestro pensamiento, por ejemplo, y que goza de usted mientras que usted sufre. La curación es allí algo mucho más complejo que cuando se trata del cuerpo. El síntoma es un modo de goce y, empujando un poco los límites que había alcanzado Freud, se puede decir que, en la especie humana, todo modo de goce es sintomático. En todo caso, en la experiencia analítica no se encuentran otras. Y, en fin, es generalizable, los seres hablantes solo gozan de manera sintomática, salvajemente.

Esta es la idea esencial que pone límites a toda curación de la dificultad psíquica, a la promesa de curación de hoy en día, de la ciencia, del bienestar absoluto, de la propaganda, de un estado normal de bienestar permanente. Freud dice que la satisfacción de un síntoma es una satisfacción sustituta. Se debe diferenciar de lo que no está, de la plena satisfacción sexual.

Traducción: Olga Molina

Revisión: Gabriela Grinbaum

* Publicado con la amable autorización de Jacques-Alain Miller, alocución radial, 2005.