¿Fin de la Utopía o Utopía y síntoma?

RECIBIDO: 22·04·2018  |  ACEPTADO: 27·05·2018

SUSANA STROZZI

Universidad Central de Venezuela

susana.strozzi@gmail.com

RESUMEN

La pregunta por el carácter de la Utopía como invención moderna y por su valor para el mundo contemporáneo se despliega, a lo largo del texto, siguiendo dos movimientos. Si el segundo, que se detiene en la técnica del recorte y en el trabajo minucioso con los pequeños detalles, es el que permite poner de relieve facetas o rasgos de la Utopía que abren nuevas perspectivas – y con ellas nuevas preguntas – para la reflexión política y social de nuestros días, el primero – al introducirnos directamente en la vorágine del mundo global – es el que permite aislar una dimensión fundamental para el análisis: el tiempo. El texto recoge y sintetiza elaboraciones producidas en el curso de un seminario dictado recientemente por la autora en el marco del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Central de Venezuela, correspondiente a la Línea de Investigación “Psicoanálisis y Ciencias Sociales” que ella dirige.

PALABRAS CLAVE: utopía | modernidad | globalidad | síntoma

ABSTRACT

The question concerning Utopia as a modern invention and consequently a preliminary evaluation of its contemporary significance, is developed throughout the text following two different movements. Within the second, the technique of cutting and the attention to tiny details prevail, in search of new features and perspectives; while in the first, one is drawn in the vortex of the global discourse, bringing out a fundamental dimension of analysis: time.

The text introduces and summarizes contents which have been recently produced along seminaries sustained by the author within the Doctorate in Social Sciences in the Universidad Central de Venezuela as responsible for the line of research on Psychoanalysis and Social Sciences.

KEY WORDS: utopia | modernity | globality | symptom

Las crisis y el tiempo

pasar de un tema en su amplitud a detenerse en el detalle que suscita la elaboración – y hacer con ello el recorrido propio de la escritura – implica dos movimientos en los que van incluidos sus efectos: el de un vértigo inicial, propio de la zambullida temática, y el recorte (“detallar” es “cortar en pedazos”) en el cual “es el pequeño detalle el que llama al orden de las cosas” (Miller, 2010, p. 10).

Así, abordamos nuestro tema – el condensado por el doble interrogante del título – a partir de una inmersión en lo que nos toca vivir como hombres y mujeres de la época. Multiplicidad en la fenomenología, complejidad en lo conceptual, que suele aludirse – ¿y eludirse? – bajo el paraguas semántico de un significante para todo uso: “crisis”. Una palabra que está en boca de todos, y que, en la variedad de sus referencias apunta por igual a modelos económicos, sistemas de valores, ordenamientos sociales, jurídicos y políticos, pero también a identidades, individuales y colectivas. Una palabra que intenta nombrar algo que afecta a los cuerpos y que se busca manejar  desde las cifras y la aplicación estadística por la vía de las generalizaciones susceptibles de tratamiento único o, de acuerdo con la lógica del mercado, mediante la producción y el consumo de toda de clase de objetos para una satisfacción inmediata y autística. Desfallecimiento de lo politico, que se enfrenta con la encrucijada entre lo imposible de gestionar y el empuje a buscar una salida. No sin consecuencias, como se registra a diario – y de manera creciente – a escala planetaria.

En resumen, como decía Baltasar Gracián cuando en boca de Quirón presentaba el “Estado del Siglo”: “Cosas veréis increibles… así va el mundo […] No hallaréis cosa con cosa; y a un mundo que no tiene pies, ni cabeza, de merced se le da el [nombre de] descabezado” (Gracián, 1773, p.56).[1]

Pero Gracián hablaba del mundo de mediados del siglo XVII. ¿Por qué aceptar su testimonio como válido para los comienzos del XXI?

Porque el mundo global de hoy es el que corresponde a las sucesivas transformaciones del capitalismo a lo largo de distintos ejes – transformaciones en las cuales no opera una estricta sincronía – de tal manera que no es sino lo que resulta de un proceso que comienza con los albores de la Modernidad hasta llegar a la Globalidad de nuestros días. [2] Proceso y transformaciones en las cuales las crisis han estado presentes; crisis que, subrayadas de manera explícita o no por los actores sociales, han sido fundamentales para las transformaciones mismas.

Si nos detenemos un momento en este punto, advertimos, en efecto, que en su acepción corriente el término “crisis” designa tanto la manifestación aguda y decisiva de un malestar físico o moral en un individuo como un período difícil en la vida de una sociedad. Ya sea psíquica o social, entonces, la crisis constituye un corte, tajo que separa un antes y un después en el que nada sigue siendo igual. Desgarro que obliga, a su vez, a situarse, a decidir el más allá; se revela de esta manera – como la etimología lo recuerda – la posibilidad de abrirse a nuevas invenciones. [3] Saliendo “del mundo tal como era [que] obliga paradójicamente a ir hacia lo que todavía no se sabe”, la crisis lleva consigo este tipo de potencialidad, experiencia de una libertad nueva (Ansermet, 2015).

El tiempo – la dimensión que se abre entre el corte y la espera – parece, entonces, delinearse como un componente fundamental de toda crisis. Si se trata de una crisis social, tomarse de la mano de la política hará posible el acto que lleva a la salida. [4] A su vez, la perspectiva clínica – desde la cual escribe Ansermet – proporciona valiosas indicaciones para el abordaje que intentamos.

Ansermet distingue, en efecto, entre la crisis que en la rotura petrifica el tiempo, como ocurre en el traumatismo; la que acelera el tiempo, lanzando al sujeto a la espiral sin fin de las manifestaciones maníacas. La que resulta de un tiempo congelado, inmóvil, como en la depresión. La que queda enganchada al tiempo de la repetición, hasta la compulsión, como en las adicciones. Y la crisis suicida, finalmente, en la cual – al consumarse– se sale definitivamente del tiempo (Ansermet, 2015).

Estos distintos “tiempos” captados a partir de la fenomenología clínica, se pueden contrastar con las dos grandes modalidades que registran la historia y la cultura humanas: el tiempo lineal y el tiempo circular o cíclico, de los cuales se han ocupado abundantemente la etnología y la filosofía.

Si al segundo lo asociamos con las grandes civilizaciones de la antigüedad y a un amplio abanico de testimonios etnográficos, el primero está íntimamente ligado al desarrollo de Occidente y, en consecuencia, al eje de las transformaciones anotadas como “momentos” de la Modernidad, desde sus inicios hasta nuestros días. Una puntuación esclarecedora en tanto  permite distinguir entre las también distintas crisis; a saber, entre las que han tomado la mano de la política para así abrirse a nuevas y posibles dimensiones – es decir, han podido hacer efectiva su potencialidad de cambio – y aquellas en las cuales el quiebre no genera salida sino retorno o reconstrucción de lo mismo. “Como las abejas reconstruyen eternamente las mismas celdas hexagonales cuando una tormenta destruye su colmena” (Servier, 1969, p.13).

Las primeras aparecen claramente dibujadas en el ámbito propio de Occidente, características de la que en virtud de una simplificación estructural llamaremos “la ciudad [sociedad] Moderna”, en la cual el sentido “…de libertad individual y progreso moral, según su propia ética, unido al perfecionamiento continuo de las técnicas de la materia(Servier, 1969, p.14) constituyen el tejido de unos vínculos sociales que – leídos clásicamente en términos de “clases sociales” – dan forma a las expresiones históricas particulares y sus vicisitudes. Un modelo en el cual el tiempo lineal que lo estructura aparece en toda su riqueza fenoménica: es el de la producción – y la vida – reguladas por el reloj y la ideología del progreso; y las subjetividades orientadas por el Ideal y atrapadas en la represión que – más allá de la época que le dio su nombre – cubrió también gran parte del siglo XX. [5]

Por el contrario, en “la ciudad [sociedad] Antigua”, que toma por referencia privilegiada a la polis – la unidad social última del mundo griego – la vida de los individuos se desarrolla como dentro de un círculo mágico: el consagrado por el antepasado fundador, renovado por la sangre de los sacrificios y destinado a protegerlo de cualquier daño (Servier, 1969). Pero, si los vínculos originales se basaron en la sangre o el parentesco, y eran referidos a un héroe ancestral – lo propio del mito – se afianzaron en la comunidad de habitación, y en los regímenes políticos variables que distinguieron a una ciudad–Estado de otra, tal como lo examina Platón en La República. Los regímenes reales a que hace referencia se presentan, así, no como una sucesión progresiva sino, más bien, como sujetos a procesos de degeneración; formas políticas que sólo pueden evocar la perfección propia de los tiempos remotos.[6]  Y, al mismo tiempo, ilustran claramente el tratamiento que dieron los contemporáneos a las calamidades padecidas por la generación de fines del siglo V y principios del IV: la inscripción de la crisis en la circularidad del tiempo.

El nacimiento de la Utopía

En 2005, el prolífico y admirable maestro Zygmunt Bauman presentó en la London School of Economics un ensayo titulado “Living in Utopia” que pasó luego a formar parte de su libro Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre (Bauman, 2007). Años antes ya nos había recordado que “utopía” era un significante acuñado por Tomás Moro (Bauman, 2004, p. 272). Precisando después que “Utopía es el nombre que, por cortesía de Tomás Moro, se ha dado […] desde el siglo XVI…” (Bauman, 2007: 132) … ¿a qué?

A un proyecto y a un sueño, responde sin vacilar:

En el momento en que las antiguas y, en apariencia, eternas rutinas comenzaron a desplomarse, cuando las viejas costumbres y convenciones empezaron a mostrar su edad y los rituales su aspecto raído, cuando la violencia se convirtió en moneda de uso corriente (o tal era el modo como las personas solían explicar la profusión de peticiones y acciones poco ortodoxas a las que no estaban acostumbradas, peticiones y acciones que los poderes, considerados hasta entonces omnipotentes, encontraban demasiado indisciplinadas o demasiado difíciles de manejar para poder mantenerlas a raya, y demasiado poderosas e inmanejables para domesticarlas con los viejos métodos, aparentemente probados). La improvisación y la experimentación, cargadas de riesgos y errores, estaban convirtiéndose a toda prisa en la norma cuando Tomás Moro escribió su proyecto para un mundo libre de amenazas imprevistas.

Moro sabía bien que su proyecto para un mundo limpio de incertidumbre y de miedos incontrolados era el diseño de un escenario idóneo para una vida buena, y también era un sueño. Lo llamó “utopía”… (Bauman, 2007, p. 133).

El saber hacer sociológico e histórico de Bauman le permite construir en un párrafo no sólo una síntesis de la crisis de nacimiento de la Modernidad – entre las ruinas todavía trepidantes del orden medieval – sino interpretar el carácter mismo de lo que allí se produjo: un sueño y un proyecto. Ambas caras de la Utopía vehiculizadas en el significante nuevo.

Un significante que sirve para nombrar dos cosas que hasta entonces no tenían nombre: una general e inarticulada sensación de que el mundo no estaba funcionando como debía y, al mismo tiempo, la confianza en la energía humana –“en “nosotros [los] humanos”– para resolverlo. (Bauman, 2007, pp. 138–139). La misma confianza que se registrará bajo la voluntad de dominio y apropiación de la Naturaleza en el acto de Descartes con el cogito. [7] Acto, precisamente, en tanto toca lo real, dimensión que en la orientación lacaniana no proviene de la Naturaleza y en relación con lo cual la nominación no refiere ni traduce: abre, simplemente, un nuevo campo para la elaboración y el tratamiento por el lenguaje y lo simbólico. La ciencia así nacida se convertirá en uno de los pilares fundamentales del proyecto Moderno, extendiendo su campo hasta cubrir también los vínculos sociales y la regulación del quehacer humano en el orden colectivo. [8]

El lado–proyecto de la Utopía y la cuota de confianza que conlleva, constituyen, en este sentido, una posición netamente moderna, de acuerdo con una concepción y una práctica que son recogidas por Bauman en la “metáfora del jardinero”:

El jardinero [que] da por sentado que no habría orden en el mundo […] si no fuese por sus cuidados y esfuerzos continuados”. [que] “Primero elabora en su cabeza la disposición más adecuada y luego procede a convertir en realidad esta imagen sobre la tierra. [que] Impone al terreno su proyecto preconcebido, estimulando el crecimiento de las plantas adecuadas […] y arrancando y destruyendo el resto, ahora rebautizadas como “malas hierbas”, cuya presencia no se ha pedido ni se desea … (Bauman, 2007, p.140)

En contraposición a la “del guardabosque” cuya postura se basa, en cambio, en la creencia de que “las cosas están mejor cuando no se tocan”; posición identificada por él mismo como “premoderna” (Bauman, 2007, p. 139).

Por otro lado, el nombre “Utopía” que da a su “nueva isla” – según el título completo del opúsculo [9] – es lo que resulta de dos palabras griegas, “eutopia” y “outopia” – “buen lugar” y “ningún lugar”, respectivamente – que se funden homofónicamente en inglés. ¿Por qué referirse al topos – el lugar – precisamente en la época de advenimiento de una Modernidad que irá a desplegarse, como se ha señalado, sobre un eje de tiempo lineal?

Las metáforas de Bauman nos ayudan a precisar este punto.

El guardabosque vive en un espacio todavía sacralizado, en el cual el equilibrio se mantiene en tanto forma parte de un designio infinito de sabiduría (de la Naturaleza o de Dios) que no se puede ni se debe perturbar. Es una verdadera “condensación” entre el espacio y el tiempo que constituye, así, el ámbito del “encantamiento del Mundo”.[10]  Un encantamiento que empezaba a quebrarse, precisamente, en los tiempos de Moro. Como el mismo Bauman lo había subrayado en un trabajo anterior:

La modernidad empieza cuando el espacio y el tiempo se separan de la práctica vital y entre sí, y pueden ser teorizados como categorías de estrategia y acción mutuamente independientes, cuando dejan de ser – como solían serlo en los siglos premodernos – aspectos entrelazados y apenas discernibles de una experiencia viva,… (Bauman, 2003, p. 14).

Esa separación es lo que se expresará simbólicamente en la escritura de la ecuación de posición o ecuación de trayectoria que representa el vector de posición en función del tiempo, en coordenadas cartesianas y en un universo de tres dimensiones. Un tiempo que se mide y se calcula, donde se introduce un efecto de sentido a partir de lo simbólico y con ello la posibilidad de su subjetivación: la distinción entre pasado, presente y futuro y su representación.

Como leemos en la “metáfora del jardinero”, es la novedad del tiempo que empieza a tener historia cuando el espacio se convierte en algo que las unidades de tiempo permiten pasar, cubrir, o conquistar gracias al ingenio y el esfuerzo humanos (Bauman, 2003, p.14). Un tratamiento diferente de la crisis, según una empresa de conquista, de territorialización, que asumirá, finalmente, la forma de una incesante construcción de naciones (Estados–nación) y de lo que podríamos llamar, sin duda, “la épica de la Modernidad” en la cual la política y la ciencia irán de la mano en la búsqueda de lo nuevo.

Ese tiempo que requiere del espacio como dimensión a cubrir y conquistar – el espacio y el tiempo modernos – es la novedad aportada, en definitiva, por la invención significante de Moro desde su posición de “jardinero”. La novedad producida por la nominación, a la que seguirán después la escritura cartesiana y sus desarrollos.

Es ese el valor de esta primera Utopía, más allá de lo que su contenido – objeto de interminables exégesis – pueda aparentemente revelar. Lo que la consagra firmemente, como algo propio de la Modernidad y lo que hace que ese nombre – “Utopía” – sólo pueda ser aplicado en referencia a creaciones que vieron la luz en algún momento de ella. [11]

Pero, ¿qué decir del sueño, del lado–sueño, que le atribuye Bauman?

La Utopía ¿síntoma de la Modernidad?

Es sabido que los sueños fueron la “vía regia” que conduciría a Freud, en los años finales del siglo XIX, al descubrimiento del inconsciente; verdadera terra incognita para la época y cuyo mapa – son sus palabras – le tocaría a él dibujar. [12] Puesto su interés en los mecanismos propios de esa “otra escena” donde los sueños tienen lugar, los precisó en la famosa Die Traumdeutung: condensación y desplazamiento (Freud, 1900). Procedimientos que más tarde Lacan, – en el llamado “retorno a Freud” de sus comienzos marcados por la linguística estructural – asimilará a la metáfora y la metonimia; porque el inconsciente no es propiamente un lugar, sino una articulación significante.  De allí que sus “formaciones”, el lapsus, el acto fallido, el chiste, son – al igual que los sueños que se borran rápidamente – “seres instantáneos que fulguran, a los que les damos en el psicoanálisis un sentido de verdad pero que se eclipsan inmediatamente.” (Miller, 2011).

A esa serie Freud agregó después el síntoma. Justamente, el núcleo trepidante del descubrimiento freudiano fue “que un síntoma se interpreta como un sueño, se interpreta en función de un deseo y que es un efecto de verdad.” (Miller, 2011). Su mismo carácter de sustitución significante – metáfora – implica la operación de desciframiento.  Así, Lacan lo definiría, en su sentido más general: “Lo que llamo síntoma es lo que es analizable” (Lacan, 1998, p. 324; traducción nuestra). Subrayando, un poco más adelante, que “se sitúa en el nivel de la significación” (Lacan, 1998, p. 474).

Sin embargo, ya el mismo Freud advirtió que algo más se hacía presente en el síntoma,   indicio y sustituto no sólo de un significante a recuperar sino de una satisfacción pulsional interceptada; por lo cual, y a diferencia de la instantaneidad evocada por Miller en relación con las formaciones del inconsciente, el síntoma se presenta como algo que se distingue por su permanencia. Una fijeza determinada por su articulación a la economía libidinal del sujeto, por un exceso de satisfacción vivenciada en la experiencia traumática inicial y luego reprimida. Y que alejó a Freud de su optimismo primero según el cual, y por la vía del desciframiento implicado en la interpretación, no sólo se lograría la disolución del síntoma sino la resolución, en consecuencia, de su disfunción misma.

Ese “algo más” implicado en el síntoma es la vertiente que lo desplaza desde la dimensión de lo puramente simbólico al registro de lo real, y que ha sido y es objeto de elaboración a partir de la última enseñanza de Lacan. [13]

Según esta perspectiva, el carácter disfuncional del síntoma freudiano respecto del placer, y en última instancia del lazo social, pone en evidencia el tropiezo propio de lo humano: la ausencia de proporción sexual. [14] Es decir, que en tanto su goce sufre la incidencia de la palabra que trastorna el goce de su naturaleza de cuerpo – el goce natural entre comillas – y lo hace estrictamente singular, no hay en y para cada uno de los seres hablantes, la inscripción de la fórmula de lo que es ser un hombre o una mujer para el otro. [15] Para encajar “cosa con cosa” según la fulgurante expresión de Gracián ya citada.

El lenguaje “come” de lo real, lo “carcome”, para hacer de él un síntoma (Bassols, 2012, pp. 4–6). Por eso, para Lacan, el síntoma no es una disfunción sino un funcionamiento: el de estar “en lugar de”, de lo que no hay. Se constituye como “efecto de un afecto en un cuerpo” y se revela en el origen como efecto de la crasis entre palabra y cuerpo; como lo propio – más allá de la singularidad inherente al uno por uno de los seres hablantes – de esa radicalidad constitutiva de lo humano. [16]

Esta radicalidad que hace al síntoma de algún modo el acontecimiento originario y al mismo tiempo permanente, es decir, que se reitera sin cesar, convierte igualmente a su lectura en algo distinto al ejercicio de desciframiento propio de su primera homología con el sueño, que por la vía de la proliferación del sentido sólo aporta “los espejismos de la verdad” (Miller, 2011).

La lectura, el saber leer, consistirá, entonces, en mantener a distancia la palabra y el sentido que ella vehiculiza. Por otra parte, ese carácter de permanencia, de retorno del mismo acontecimiento que lo distingue, nos permite hacer muchas cosas con el síntoma, no sólo en el campo de la clínica a la que pertenece, sino también en el de la cultura que es el que nos concierne aquí.

Si en virtud de su reiteración Lacan pudo decir que un síntoma es un etcétera podríamos tomarlo asimismo, según propone Miller, como un objeto fractal, porque “el objeto fractal muestra que la reiteración de lo mismo por las aplicaciones sucesivas les da las formas más extravagantes” (Miller, 2011). [17]

¿Por qué no leer la “Utopía” como un síntoma, entonces?

El texto de Moro, que vio la luz en noviembre de 1516, fue recibido con gran entusiasmo por aquellos que se llamaban a sí mismos humanistas, como Budé y Erasmo, quienes vieron en él “las influencias combinadas de Platón y de San Agustín” (Servier, 1969, p. 91). En el otro extremo del registro crítico – a finales del siglo XX – el ya citado Servier le adjudica el carácter de “testamento político”, a pesar de haber sido escrito casi dos décadas antes de la muerte del Canciller y de que – para el mismo Moro – se trató de “una bagatela literaria que escapó casi sin querer de mi pluma” (Servier, 1969, p.91).

La “bagatela” describe su famosa isla de Utopía, en la cual el número de ciudades reproduce el de los condados de la Inglaterra de la época, y cuya capital, cubierta de nieblas, se levanta junto a un río atravesado por un puente célebre y está poblada de marinos y comerciantes – aunque la agricultura ocupa un lugar fundamental y las artesanías particulares están armoniosamente distribuidas entre los ciudadanos. En cuanto a éstos, habitantes de unas casas tan perfectamente alineadas que parecen formar una sola y larga vivienda, se visten de manera idéntica, salvo en lo que permite distinguir a los hombres de las mujeres y a los casados de los solteros, con la alternancia propia del cambio estacional – un vestido de lana para el invierno y otro de lino para el verano – y cuya renovación se impone regularmente cada dos años, más allá de todo deseo o necesidad. La vida diaria está igualmente reglamentada por un horario estricto que impide el ocio – las horas dedicadas a las artes y las ciencias están indicadas con detalle – y lo mismo ocurre con el sistema político: en ajustada disposición, los magistrados elegidos cada año por los grupos de familias escogen los doscientos magistrados encargados, a su vez, de nombrar al príncipe vitalicio.

Precisamente el acentuado contraste entre el “casi sin querer” de su escritura – testimoniado por Moro – con la reproducción detallada de la isla y su régimen de vida nos permite desplazar la lectura.

Si la modalidad bajo la cual fue producido el texto lo asemeja a la del encadenamiento significante que caracteriza al fluir de la palabra propio de la asociación libre, la minuciosidad descriptiva que recoge los rasgos característicos de la vida inglesa de la época – aunque desprovista de las “malas hierbas” en la perspectiva de la “metáfora del jardinero” – le dan un carácter de “mundo al revés”, en cuya trama de reverso se dibuja la figura del Ideal. [18] Es el lado “buen lugar” – eutopia – de la invención de Moro que se vehiculizará repetidamente, a lo largo de toda la Modernidad, en las sucesivas versiones que le dieron continuidad y persistencia. Todas ellas – sus autores, mejor dicho – reproduciendo una y otra vez la posición inaugural de Moro en relación al tiempo y al espacio modernos que ya hemos subrayado. Y verificando en su repetición misma el carácter sintomático que le atribuimos a la Utopía: el del “buen lugar” que se inscribe en lugar de lo que no existe, con todo el valor que le proporciona el poder ser colocado en la línea del tiempo, en el futuro a advenir. Aspiración y promesa, brújula orientadora para la acción. De allí la importancia de su uso instrumental en el discurso político; una ganancia secundaria, sin duda, pero de notables resultados en la historia moderna en razón del papel fundamental que la política – aliada con la ciencia – desempeñó a todo lo largo de ella. [19]

La estrecha relación de la utopía con el tiempo de la Modernidad ha sido captada por autores como Fredric Jameson (Jameson, 2009) quien introduce el interrogante respecto de su posible final. No obstante, y a pesar de la profundidad y rigurosidad de su elaboración, ésta queda entrampada en la controversia de la década de los 80 y principios de los 90 del siglo pasado acerca de la postmodernidad y del fin de la historia. Tuvimos que esperar que el despliegue temporal hiciera plenamente visibles los cambios del milenio y la lógica contundente del mundo global y su dinámica para poder colocar la doble pregunta inicial en su lugar.

Un signo de los tiempos, quizá…

La “Globalidad” contemporánea aparece como una configuración de lazos sociales producto de las sucesivas transformaciones del capitalismo en el curso de la Modernidad (en su sentido más amplio) y hasta nuestros días.  No obstante, se constata una mutación cuyos efectos recoge con precisión la cita de Gracián: el nuestro es un mundo “descabezado”, en el cual el régimen comandado por el Ideal – donde el ordenamiento jerárquico y la dominación respondían a un proceso de regulación apuntalado en la ley, la prohibición y la represión en tanto mecanismo fundante de la subjetividad inconsciente – ha sido reemplazado por otro. El que desde la sociología se consagra como el de lo “líquido” de Bauman y, desde la llamada “lógica de los discursos” de los matemas lacanianos, responde a lo que Lacan llamó en su día un pseudo–discurso. [20]

Es el mundo contemporáneo de la primacía del mercado y del consumo, del imperativo de la satisfacción inmediata y sin límites, de acuerdo con el ritmo cada vez más acelerado del “todo es posible” y del “igual para todos” – producto de la nueva alianza entre la ciencia y el capitalismo – que olvida o ignora el dato precioso que el psicoanálisis nos aporta: el de la singularidad inviolable del goce y lo que eso marca como imposible para la existencia humana.

Este escenario desregulado de hoy con la inagotable secuela fenoménica que lo caracteriza – y a la que sólo aludimos aquí – es lo que nos lleva a reintroducir la pregunta por el tiempo y la representación de su trayectoria, en tanto ésta no corresponde ya ni a la circularidad propia del mundo Antiguo ni a la linealidad progresiva del Moderno; y a interrogar, igualmente, la relación del espacio y del tiempo en el mundo contemporáneo.

El concepto de espacio–tiempo de la física einsteniana agrega una cuarta dimensión – la temporal – a las tres clásicas que ordenaban la “realidad” moderna (longitud, anchura y profundidad); tiempo que, al relativizarse en términos de las distintas velocidades singulares y sumado como está a las otras dimensiones, singulariza, igualmente, el tiempo propio de cada uno, “que existe cada uno en sí mismo” (Ortega, 2015). Este espacio–tiempo es el de un universo en cuatro dimensiones en el cual éstas quedan perfectamente unidas, aunque sea imposible visualizarlas juntas. Sí es algo del orden de la percepción y que afecta la experiencia contemporánea, como se recoge insistentemente con las quejas en relación a la “aceleración” del tiempo vivido, al “acortamiento” de las distancias, a la “simultaneidad” de los acontecimientos.  Distintas maneras de nombrar la des–territorialización  que es efecto de esta “suma” del espacio y del tiempo, tal como su contrario – la territorialización – lo fue, partiendo de la separación entre los ejes respectivos en los inicios de la Modernidad. Son fenómenos que – alimentados por el desarrollo vertiginoso de la tecnología – nos hablan de un quiebre en el encuadre moderno donde presente, pasado y futuro estaban claramente delimitados para la experiencia subjetiva. El nuestro es, en cambio, un presente fugaz que se reitera constantemente y no responde ni al presente circular del mito ni al que se desenvuelve desde el pasado y se proyecta hacia un futuro a construir, como lo tradujo la ideología del progreso.

Una opción para escribirlo es el recurso del signo matemático del infinito que evoca la repetición. [21] Al hacerlo se abren, sin duda, nuevas preguntas y, con ellas, también nuevos caminos de investigación.

Quizá una muy acuciante es la que se refiere a las crisis y su posibilidad de resolución, en tanto ésta se vincula a su inscripción en la dimensión del tiempo, específicamente a lo que se abre entre el corte y la espera. Apertura que podría ser mucho más difícil de lograr en tanto el tiempo estaría “sumado” ahora al espacio.

En este sentido, es el carácter de la Utopía hoy el que se pone en juego.

Desde su lado “buen lugar” parece sostenerse como un síntoma inscrito en la lógica de lo que insistiríamos en llamar una “épica de la Modernidad”. Es – ha sido – la Utopía entendida como plano/proyecto para “un mundo libre de amenazas imprevistas” y asociada al papel fundamental de la política: el tratamiento de la articulación y regulación de los lazos sociales. En este sentido, la mutación del discurso contemporáneo escribe claramente su fin.

No obstante, asistimos a la reiteración de su uso retórico – de calidad e intensidad variables – por las distintas expresiones del populismo que asolan el planeta; usos retóricos en los cuales no podemos dejar de captar algo de las “formas extravagantes” del objeto fractal.

Lo más inquietante, sin embargo, es que la configuración propia de nuestros tiempos y la trayectoria temporal que la caracteriza, permiten reintroducir la cuestión del “otro lugar” de la Utopía: el “ningún lugar” –outopia– de Moro.

En la lectura moderna, este “ningún lugar” podía deslizarse, pasar inadvertidamente hacia el “buen lugar” a advenir, bajo el manto simbólico del discurso politico.

Hoy, en cambio, nos muestra su cara más feroz: no es otra cosa que un signo.  Este “ningún lugar” es el signo de la eliminación del futuro que incluye igualmente al espacio; algo del orden de lo real.

¿Cómo no pensar aquí – siguiendo el modelo estructural utilizado – en “la ciudad [sociedad] Contemporánea”?  Ciudades que configuran los nuevos campos de batalla, escenarios de las multiples guerras locales en las cuales “el tiempo se reduce, el espacio se compacta y la distinción de los bordes se hace cada vez más compleja”. Ciudades de migrantes que huyen, de migrantes que llegan, pero en las cuales el encuentro con el real que irrumpe violentamente en su vida sumerge al sujeto en los horrores que suceden al mal encuentro, que llevan al exilio “de los otros y de sí mismo”. (Briole, 2017).

Algo que parece haber anticipado Kundera cuando escribió en El arte de la novela: “La unidad de la humanidad significa: nadie puede escapar a ninguna parte.” (Kundera, 2006, p. 4).

Son otras dos preguntas, entonces, las que se suscitan para reemplazar a las iniciales: ¿es posible preservar el valor sintomático de la Utopía como “buen lugar”?  ¿Cuál sería la “nueva política que lo haría posible?

La contingencia y la invención tienen la palabra.

NOTAS


[1] Debemos a A.Vicens la deslumbrante referencia de Gracián a un mundo descabezado (… que es el nuestro! ) y que nos condujo al texto original aquí citado .

[2] El término “Modernidad” es usado aquí en el sentido más corriente en las ciencias sociales e incluye, en relación a los ejes aludidos en el texto y su falta de sincronía, tres “momentos”: 1) el del despuntar inicial del capitalismo mercantil en las ciudades italianas y los Países Bajos y sus transformaciones mediante la manufactura en Inglaterra y Francia que se corresponde con el comenzar del modelo político del Estado–Nación bajo el predominio de las monarquías. Y que es, asimismo, el del comienzo de la ciencia – la ciencia de la naturaleza – ritmada por una revolución en el pensamiento que identificamos con el cogito cartesiano. 2) El de la Modernidad madura bajo el doble impacto de la revolución industrial y la Revolución Francesa que se expresa en las vicisitudes de la sociedad burguesa del siglo XIX. Y en tercer lugar, el de las transformaciones del capitalismo desde la expansión del imperialismo de fines del siglo XIX que conduce – al compás de las dos guerras mundiales – al desarrollo del capitalismo financiero actual y al tránsito de la sociedad de masas a la sociedad global contemporánea: lo que identificamos como “Globalidad”. Bauman lo ha registrado y conceptualizado con dos consagrados significantes: “sólido” y “líquido”, con los cuales adjetiva la sociedad, el tiempo, las relaciones sociales, el amor, para referirse y contrastar de manera fulgurante la condición humana de y en la Modernidad y la actual Globalidad. (Bauman, 2003, 2005 y 2007 principalmente).

[3] “Crisis”, del gr. Krisis “decisión”, deriv. de kríno “yo decido, separo, juzgo (Corominas, 1973, p. 179).

[4] Política” se usa aquí en su acepción corriente de “lo político” aplicado a la dimensión histórico–social; sin embargo, como ocurre en referencia a la “política de la cura”, el acto está implicado.

[5] Se alude a la llamada “era victoriana”, la misma que en su apogeo y declinación permite a Freud, al final de su vida, conceptualizar El Malestar en la Cultura.

[6] Es de gran utilidad, a propósito de este punto, la excelente “Introducción” de M.Fernández–Galiano, el destacado helenista español (1918–1988), a la edición de La República de la cual fue co–traductor (2013).

[7] Se alude al conocido fragmento de la Sexta Parte del Discurso del Método en el cual Descartes formula el programa de la ciencia moderna para “…convertirnos como en dueños y poseedores de la naturaleza”. ([1974] pp.126–127).

[8]Tal como lo anuncia el programa comtiano a comienzos del siglo XIX y lo realizan más tarde – hacia el final del mismo – los Padres Fundadores de las Ciencias Sociales encargadas de la tarea: Durkheim y Weber.

[9] De óptimo reipublicae statu, deque nova insula Utopiae. El texto, como era habitual en la época, está escrito en latín. Es la época cartesiana la que introduce la ruptura con la lengua que llevará a los hombres de ciencia a escribir en su idioma materno; aunque haciendo a veces algunas excepciones, como el propio Descartes que usó preferentemente el francés, salvo en las Meditaciones.

[10] Usamos la expresión entre comillas en obvia referencia al proceso opuesto – el Entzauberung (der Welt) – descrito por Max Weber en su ensayo La ciencia como vocación (Weber, 1972).

[11] No es el objetivo de este trabajo hacer la evaluación crítica de los muchos seguidores e imitadores de Moro a lo largo de toda la Modernidad. Sólo objetar, respecto de las muchas recopilaciones que las reseñan escudriñando en sus linajes respectivos, la inclusión en las mismas– bajo el probable título “Historia de la Utopía”– de la obra de Platón.

[12] Freud, en una carta a su amigo Wilhem Fliess, escribe: “Seré yo quien trace el primer mapa grosero de ese terreno.” (Freud a Fliess, 2 de febrero de 1898. En: “Los orígenes del psicoanálisis”, Obras Completas, III). Es el Freud cuya imagen se superpone aquí a la del explorador aventurero asociada a la dominación imperialista de la época y uno de cuyos íconos fue el famoso Dr.Livingstone.

[13] La que se desarrolló a partir de su Seminario 20, “Aún”, dictado en el año lectivo 1972–1973 y fundada en la disyunción entre significante y significado, entre el goce (singular) y el Otro, entre el hombre y la mujer.

[14] Expresada en el difundido aforismo lacaniano: “No hay relación sexual”.

[15] En el sentido que le da la ciencia contemporánea, según la cual todo está escrito, ya sea en el gen o en la neurona (Bassols, 2012).

[16] Cuerpo debe entenderse aquí tanto en el sentido del cuerpo individual como del cuerpo politico, a la manera de Spinoza.

[17] Un fractal es un objeto semigeométrico cuya estructura básica, fragmentada o irregular, se repite a diferentes escalas. El término fue propuesto por el matemático Benoit Mandelbrot en 1975 y deriva del latín fractus, que significa quebrado o fracturado.

[18] En los términos de la identificación simbólica, el I(A) en su función esencialmente pacificadora de las relaciones del sujeto con el Otro. Pero también como brújula que orienta el camino del sujeto.

[19] Lo dicho vale para recoger su impronta en el conjunto del llamado “socialismo utópico”, en el socialismo “científico” de la línea Marx y Engels, así como en el derivado de la articulación entre política y ciencia que conocemos como “ideología del progreso”, a cuyo colapso recién asistimos a partir del último tercio del siglo XX.

[20] Nos referimos al llamado “discurso del capitalista” que desarrolló en la Conferencia en Milán el 12 de mayo de 1978 y que se agregó a los cuatro modelos previamente trabajados en el curso de su Seminario 17, “El Reverso del Psicoanálisis.”

[21] Es precisamente dicha escritura – la “forma mariposa”– la que hace del discurso contemporáneo un pseudo–discurso para Lacan en tanto parece no dar lugar a la producción de algo nuevo sino a la incesante reproducción de lo mismo; lo que se lee como goce, y por eso mismo, obstáculo para el lazo social.

REFERENCIAS

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