La angustia en la infancia hoy: del cuerpo en exceso al decir singular
Betsy Aricel Rivera Arguello
Psicoanalista practicante (AP) en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas; México. Miembro de la Asociación Mundial de psicoanálisis (AMP) y de la Nueva Escuela Lacaniana (NELcf-CDMX). Posdoctorante del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS-SURESTE).
Email: arguellobetsy@gmail.com
RESUMEN
El artículo aborda críticamente la proliferación de diagnósticos en la infancia (como TDAH o TEA), señalando cómo los manuales como el DSM-5 y la CIE-11 tienden a medicalizar el malestar infantil, desplazando la dimensión subjetiva del síntoma hacia explicaciones neurobiológicas. Desde el psicoanálisis lacaniano, se enfatiza la importancia de escuchar el síntoma como una formación del inconsciente, una respuesta singular al deseo del Otro que no puede reducirse a una categoría clínica. A partir de la noción lacaniana de angustia entendida como un afecto estructural vinculado al objeto a, se plantea su diferencia con el miedo y la fobia, así como su valor clínico. El texto destaca cómo la angustia infantil se manifiesta en actos, juegos o silencios que requieren una lectura ética y no correctiva. Se rescata la función del juego, el lazo familiar y la temporalidad subjetiva en la constitución del niño como sujeto, alejándose de modelos normativos y adultocéntricos que pretenden suprimir el malestar sin escucharlo.
ABSTRACT
This article critically addresses the proliferation of childhood diagnoses (such as ADHD and ASD), highlighting how manuals like the DSM-5 and ICD-11 tend to medicalize children’s distress, displacing the subjective dimension of the symptom in favor of neurobiological explanations. From the perspective of Lacanian psychoanalysis, it emphasizes the importance of listening to the symptom as a formation of the unconscious a singular response to the desire of the Other that cannot be reduced to a clinical category. Drawing on Lacan’s notion of anxiety as a structural affect linked to the object a, the article distinguishes it from fear and phobia, underscoring its clinical significance. It examines how childhood anxiety manifests through acts, game, or silence that demand an ethical, rather than corrective, reading. The text highlights the role of playing, family ties, and subjective temporality in the child’s constitution as a subject, challenging normative and adult-centered models that aim to suppress discomfort instead of listening to it.
RESUMO
O artigo aborda criticamente a proliferação dos diagnósticos na infância (como TDAH ou TEA), apontando como manuais como o DSM-5 e a CID-11 tendem a medicalizar o mal-estar infantil, deslocando a dimensão subjetiva do sintoma para explicações neurobiológicas. A partir da psicanálise lacaniana, enfatiza-se a importância de escutar o sintoma como uma formação do inconsciente, uma resposta singular ao desejo do Outro que não pode ser reduzida a uma categoria clínica. Com base na noção lacaniana de angústia, entendida como um afeto estrutural vinculado ao objeto a, diferencia-se a angústia do medo e da fobia, destacando seu valor clínico. O texto mostra como a angústia infantil se manifesta por meio de atos, brincadeiras ou silêncios que exigem uma leitura ética, e não corretiva. Resgata-se a função do brincar, do laço familiar e da temporalidade subjetiva na constituição da criança como sujeito, em contraposição aos modelos normativos e adultocêntricos que buscam suprimir o mal-estar sem o escutar.
En las últimas décadas, la infancia ha sido progresivamente colonizada por discursos diagnósticos que definen, clasifican y normativizan sus modos de habitar el cuerpo, el lenguaje y el lazo social. Esta tendencia se ha intensificado a través de los manuales internacionales de diagnóstico como el DSM-V (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la American Psychiatric Association (APA) y la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-11) de la Organización Mundial de la Salud (OMS). En ambos sistemas, el enfoque categorial de los trastornos mentales ha favorecido la identificación precoz de desviaciones respectos a una norma estadística, especialmente en la población infantil.
Este marco ha promovido un aumento sostenido en diagnósticos como el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), el Trastorno del Espectro Autista (TEA) o los Trastornos de Ansiedad Generalizada (TAG), entre otros. Según datos del CDC (Centers for Disease Control and Prevention), en Estados Unidos, aproximadamente el 9.8% de los niños entre 3 y 17 años han sido diagnosticados con TDAH y 1 de cada 36 con TEA en 2023. Estas cifras, replicadas con variaciones en contextos latinoamericanos, evidencian no sólo un aumento clínico, sino un fenómeno del malestar cultural: la ampliación del diagnóstico como categoría que interviene sobre los cuerpos infantiles, aún antes de que esos cuerpos tengan acceso pleno a la palabra.
Este fenómeno de expansión diagnóstica no es ajeno a una lógica más amplia de estandarización y normalización que atraviesa las formas contemporáneas de abordar la infancia. Tal como lo señala el célebre pasaje de El Principito (2015), la mirada adulta tiende a privilegiar lo cuantificable por sobre lo singular: “Las personas grandes aman las cifras. Cuando la habláis de un nuevo amigo, no os interrogan jamás sobre lo esencial. Jamás os dicen: ‘¿Cómo es el timbre de su voz?’, ‘¿Cuáles son los juegos que prefiere?’, ‘¿Colecciona mariposas?’. En cambio, os preguntan: ‘¿Qué edad tiene?’, ‘¿Cuántos hermanos?’, ‘¿Cuánto pesa?’, ‘¿Cuánto gana su padre?’” (Saint-Exupéry, 2015, p. 18).
Esto evidencia con nitidez cómo la infancia es abordada desde una lógica adultocéntrica en la que el dato reemplaza al sujeto, y el síntoma es rápidamente recodificado en clave diagnóstica. Lo esencial queda desplazado por lo medible y el malestar singular se transforma en desviación frente a una norma. Esta operación no se limita al ámbito médico, impregna también las prácticas escolares, terapéuticas y familiares, que bajo la promesa de intervención oportuna terminan, muchas veces, por neutralizar la posibilidad de alojar el enigma del niño y su decir propio.
El cine también ha dado cuenta de esta problemática. En la película Temple Grandin (2010, dir. Mick Jackson), basada en la vida de una joven diagnosticada con autismo, se retrata cómo las etiquetas clínicas opacaron durante años su modo singular de relacionarse con el mundo. No fue la supresión del síntoma lo que permitió su inclusión, sino su apropiación, cuando su diferencia fue alojada y reconocida, pudo transformarse en invención subjetiva. Del mismo modo, el documental Neurotypical (2013, dir. Adam Larsen) propone una lectura crítica de los estándares de normalidad, evidenciando que los llamados “trastornos” pueden ser leídos como modos de existencia que desafían las categorías dominantes.
Desde el psicoanálisis de orientación lacaniana, esta proliferación diagnóstica no es evidentemente una expresión de una mayor comprensión del sufrimiento psíquico, sino que señala una tendencia a biologizar el síntoma[1], reduciéndolo a un trastorno del desarrollo o a un déficit neurofuncional. En lugar de interrogar el modo en que cada niño se inscribe en el discurso del Otro[2], estas clasificaciones operan sobre el cuerpo como si fuera un objeto técnico, un organismo que debe responder a parámetros de normalidad, rendimiento y adaptabilidad.
Por eso, en la clínica contemporánea con niños, es cada vez más frecuente encontrar cuerpos en movimientos constantes, inquietos, desbordados, así como inhibiciones escolares, mutismo selectivo, fobias, pesadillas recurrentes, dificultades de separación vinculada al uso de aparatos electrónicos, ataques de pánico, trastornos del sueño, dificultades alimenticias, tics. Sin embargo, cuando esas expresiones no pueden ser explicadas por una causa médica, podrían leerse como una respuesta del cuerpo a la angustia que no encuentra vía de simbolización.
Así lo sugiere Tendlarz (2007), cuando plantea que el niño se constituye en el discurso, y no fuera de él. Es allí donde su malestar se inscribe, bajo la forma de un síntoma que no equivale a una falla, sino a una respuesta singular. El diagnóstico, cuando se aplica de forma rápida y normativa, interrumpe la posibilidad de lectura del síntoma como formación del inconsciente. En lugar de abrir preguntas, impone respuestas prefijadas.
El riesgo de que el diagnóstico se convierta en destino se debe a que su uso indiscriminado puede terminar objetivando al niño, transformándolo en una suma de rasgos clínicamente evaluables. El síntoma, en lugar de ser interpretado como una invención del sujeto frente al deseo del Otro, es desplazado por un conjunto de datos que producen evidencia, pero no necesariamente sentido. Desde el campo educativo, observamos cómo esta lógica se acentúa en el espacio escolar, donde el diagnóstico no sólo nombra, también organiza los vínculos, define trayectorias, segrega.
Frente a este panorama, el psicoanálisis propone una lectura del síntoma como acontecimiento de sentido, no un signo de falla, sino una construcción que da cuenta de cómo el sujeto se ubica respecto al deseo del Otro. Como señala Lacan (2006a) en su Seminario 10, La angustia, “la angustia no es sin objeto”, y ese objeto es aquello que falta en el saber, lo que el niño no puede nombrar pero que se impone en su cuerpo, en su silencio o en su inquietud. En lugar de intentar corregirlo, conviene alojarlo.
Este desplazamiento del diagnóstico al síntoma, del organismo al sujeto, no implica desestimar los avances de otros discursos, sino resguardar la dimensión ética de la práctica clínica. Una clínica orientada por el psicoanálisis no busca clasificar sino escuchar; no pretende adaptar, sino abrir un espacio para el decir. Allí donde los sistemas diagnósticos proponen respuestas totalizadoras, el psicoanálisis insiste en una pregunta abierta: ¿qué está intentando decir este niño cuando su cuerpo no puede más que moverse?
El cuerpo como lugar de angustia
Hablar de la angustia en psicoanálisis implica un giro radical respecto de las concepciones psicopatológicas dominantes. Mientras que los manuales diagnósticos contemporáneos como el DSM-5 (APA, 2013) o la CIE-11 (OMS, 2019), definen la angustia como un conjunto de síntomas somáticos y cognitivos asociados a la ansiedad; el psicoanálisis, y en particular Lacan (1962-1963/2006a), la sitúa como un afecto estructural que permite localizar la relación del sujeto con lo real. Para el discurso psiquiátrico y psicológico hegemónico, la angustia es un fenómeno molesto, disfuncional, que debe ser reducido, compensado o eliminado; para el psicoanálisis, en cambio, es una vía privilegiada para acceder al deseo, al lugar del sujeto en el lazo con el Otro y a los bordes de lo que no puede simbolizarse.
Una de las rupturas más significativas que introduce Lacan (1975-1976/2006b) en su enseñanza es la crítica al uso del término “síntoma” tal como aparece en los sistemas diagnósticos. En el DSM-5, por ejemplo, el síntoma es un dato clínico, una señal objetiva de que algo no funciona en el aparato psíquico, en el cuerpo o en el comportamiento. Es el criterio sobre el cual se construyen los diagnósticos categoriales. Este modo de concebir el síntoma produce un desplazamiento fundamental y deja de estar al servicio de una lectura subjetiva para convertirse en signo de desviación respecto de una norma estadística.
Lacan (1957-1958/1999), por el contrario, redefine el síntoma como una formación del inconsciente, es decir, como una producción del sujeto a partir de su inscripción en el lenguaje. En su retorno a Freud, insiste en que el síntoma tiene un sentido, aunque sea enigmático, y no puede reducirse a un dato funcional. El síntoma es el modo en que el sujeto responde al deseo del Otro, el lugar donde algo de lo reprimido retorna y se cifra, donde lo no dicho se escribe en el cuerpo o en la repetición. No es el efecto de un trastorno, sino la manera singular en que un sujeto se inventa frente a la falta de garantías simbólicas. Por eso, para el psicoanálisis, no se trata de erradicar el síntoma, sino de leerlo, interpretarlo y, si es posible, reinscribirlo en una lógica que permita al sujeto apropiarse de él.
En este marco, la angustia no aparece como un “síntoma de ansiedad” sino como un afecto estructural, con un valor diagnóstico preciso. En el Seminario 10: La angustia,Lacan (2006a), Lacan realiza una diferenciación central entre angustia, miedo y fobia. El miedo se refiere a una amenaza externa, concreta, con un objeto representable. Es una respuesta adaptativa, situada dentro del orden simbólico. La fobia, por su parte, es una defensa frente a la angustia; el sujeto le da un nombre y una forma al afecto que no puede ser simbolizado directamente. Así, por ejemplo, en el caso del pequeño Hans (Freud, 1909/2013)[3], la angustia frente al deseo de la madre se convierte en una fobia al caballo, el animal es un sustituto, un objeto que representa de forma desplazada un conflicto estructural.
La angustia, sin embargo, se diferencia de ambos. Lacan revierte la afirmación freudiana según la cual, la angustia no tiene objeto para proponer que la angustia no es sin objeto (Lacan, 1962-1963/2006a). ¿Cuál es ese objeto? No se trata de un objeto externo ni representable, sino del objeto a[4], una invención lacaniana para designar lo que queda fuera del campo del significante, ese resto que no se deja atrapar por el lenguaje y que aparece cuando el sujeto es confrontado con el deseo del Otro en su dimensión más cruda. Es la angustia que se experimenta no por la ausencia del Otro, sino por su presencia intrusiva, excesiva, opaca. El sujeto no sabe qué quiere el Otro de él, y en ese punto, el cuerpo se angustia.
Esta concepción permite entender por qué Lacan define a la angustia como el afecto que no engaña, no es una máscara, no es una racionalización, sino una señal de que algo del orden de lo real ha irrumpido en el aparato simbólico del sujeto. En tanto tal, la angustia puede funcionar como una brújula. No es un obstáculo clínico, sino un índice valioso, el lugar en que el sujeto se desorienta, y donde puede, si la intervención analítica lo permite, producir una invención, una reorientación de su deseo. La angustia, en este sentido, tiene una función estructurante, no aparece para ser eliminada, sino para ser alojada, y transformada en dirección al deseo.
Esta perspectiva se vuelve especialmente significativa en el trabajo clínico con niños. En la infancia, la angustia rara vez se presenta de forma verbal o narrativa. El niño no dice “estoy angustiado”; en cambio, su cuerpo actúa, su juego se repite, su conducta se vuelve síntoma. Se balancea, se encierra, se lanza al vacío o se retira del lenguaje. La infancia está marcada por una temporalidad subjetiva discontinua, donde lo real irrumpe sin mediaciones simbólicas suficientes (Brodsky, 2006). Por eso, la angustia se presenta como un exceso que no encuentra borde, y el cuerpo se convierte en superficie de inscripción.
Tomar la palabra, construir un borde: del caos al decir
La angustia en la infancia, en lugar de ser relatada, se encarna. El cuerpo del niño aparece muchas veces como el lugar donde se inscribe lo que no puede ser dicho. Lacan advierte que la angustia se sitúa en un lumbral de goce, cuando el sujeto se ve confrontado con un real que excede su posibilidad de representación. En los niños, esto se da muchas veces sin una mediación simbólica suficiente, lo que hace del cuerpo un escenario privilegiado de ese exceso. Graciela Brodsky (2015), ha mostrado la relación entre niñez y tiempo subjetivo[5], mostrando como los niños experimentan discontinuidades y fracturas en la temporalidad, que pueden traducirse en angustia encarnada. El cuerpo infantil se presenta entonces como zona de inscripción de lo que retorna desde lo real: el enigma del sexo, la muerte, el deseo del Otro. Se trata de leer en estas manifestaciones la emergencia de una pregunta que aún no ha encontrado palabras.
Luis un niño de 8 años, desde muy pequeño se balancea con alta frecuencia, incluso al dormir y más aún al hablar. Durante la pandemia sus movimientos se intensificaron. Necesitaba correr, dar vueltas por el jardín, no podía permanecer sentado frente a la computadora. Luis se mece mientras habla, pero cuando juega estos movimientos disminuyen. En sesiones, el juego comenzaba con una pasarela de modas de algunas muñecas, pero rápidamente emanaban las escenas de violencia: las muñecas se golpeaban, salían volando, todo se destruía. El cuerpo de Luis respondía, no encontraba vía de tramitación simbólica. No se trataba de una conducta disruptiva, sino de una expresión de angustia que exigía un marco.
Frente a diversas manifestaciones singulares en la infancia, es preciso sostener una clínica del sujeto y no del trastorno. El analista lejos de responder a la demanda de normalización, se orienta por por una escucha que no taponee la angustia, sino que permita que algo de su función estructurante se despliegue. En este sentido, la función del analista en el trabajo con Luis fue ofrecer un borde. Se limito una “zona de perreo”, lugar acotado dentro del juego donde podía ocurrir el desborde. Esta localización produjo un efecto, Luis, comenzó a ubicar por sí mismo los límites del caos. Introdujo algunos personajes, “Nancy” una muñeca enorme que cuidaba que nada pasara en la pasarela y “un lobo” un títere que podía destruir, pero hasta cierto punto que él le indicaba: “hasta ahí lobo hasta ahí”. Este pasaje muestra el efecto subjetivante de la delimitación: el cuerpo ya no necesitaba responder sin freno, podía apoyarse en una escena simbólica sostenida por el juego. Después comenzó a intervenir un cuento que leía con frecuencia, tachando y reescribiendo la historia del cuento. Ahí donde su cuerpo gozaba del exceso, ahora aparecía un decir que lo sustituía: su propia escritura. Esta operación nos muestra una apropiación del significante y un modo de alojar la angustia.
Como sabemos, muchas veces en el trabajo clínico con niños es importante alojar al decir materno, sobre todo como en el caso de Luis, donde la angustia se muestra en evidente relación con el deseo del Otro. La madre relataba la gran dificultad que le generaba dejar solo a Luis desde bebé, que desde entonces dormían juntos, incluso desplazando al padre del lecho materno. Y tenían una frase cada vez que las personas cercanas a ellos hacían referencia a esta unión “extrema”, ella le enseño un decir para que ambos respondieran. (ella), Luis, nadie nadie… (Luis) entiende nuestro amor. Pacto sostenido en una completud sin falta, clausurando la posibilidad de separación y de emergencia del deseo singular de Luis. Angustia generada a partir del exceso de presencia del Otro. A medida, que la madre comenzó a permitir las separaciones, e incluso el padre recobro el lugar en el lecho, algo se desplazo en el lazo, abriendo una nueva ubicación subjetiva en el niño.
El abordaje que se propone desde el psicoanálisis no es la adaptación ni la corrección, sino la localización. Se trata de ofrecer un marco simbólico por mínimo que sea para que la angustia no lo invada todo. En esta viñeta clínica, no se responde con un diagnóstico de TDAH o con un protocolo conductual. Se delimita un espacio de juego, se introduce una escena simbólica en la que el cuerpo pueda ubicarse. A través del juego, de la palabra, de los objetos, se construye un borde. Entonces, la angustia cede, no porque haya sido suprimida, sino porque encontró un lugar donde alojarse.
Este enfoque se distancia radicalmente de aquellos discursos que entienden la angustia infantil como una anomalía a suprimir. Lejos de eso, el psicoanálisis la reconoce como un afecto constitutivo del sujeto, un signo de que el deseo está en juego, de que el Otro no es consistente y de que el niño en su cuerpo, en su silencio, en su acto está intentando encontrar una salida. Esa salida no será la normalización ni el control, sino el pasaje hacia una posición donde el decir pueda sustituir al síntoma. Es decir, hacia una posición deseante.
Por ello, la angustia, tal como Lacan la conceptualiza, no es un fracaso de la estructura, sino su indicio más sensible. Escucharla es, en efecto, tomar en serio lo que el sujeto no puede decir, pero que insiste, se muestra y se repite. La angustia no es sin objeto, y ese objeto por más enigmático que sea nos orienta hacia lo más singular del sujeto.
Cuando hablamos de la clínica con niños es imprescindible reconocer que no accedemos directamente a su angustia por medio del discurso, ni del lenguaje articulado. En cambio, lo hacemos a través de medios más indirectos: el juego, el síntoma, el acto. Para Lacan (1969-1970/1995), estos son los vehículos privilegiados desde los cuales la psique infantil puede inscribirse en el lenguaje y responder a lo real. Es precisamente en la articulación con la angustia que el juego cobra su dimensión clínica más reveladora, pues es allí donde lo real, lo imaginario y lo simbólico se cruzan de forma distintiva.
El juego funciona como puerta de entrada al inconsciente, y permite un pasaje entre lo que no tiene nombre y lo que empieza a adquirir forma simbólica. El niño no temporiza como el adulto, sus recorridos son discontinuos y resuenan en actos repetitivos, gestos somáticos, escenas dramáticas (Brodsky, 2015). El juego, en su despliegue corporal, cuenta, repite, anticipa, es el campo donde la angustia encuentra una escena con forma, donde puede aparecer sin invadir todo, sin reducir al sujeto a un sufrimiento interno sin sentido.
Lacan menciona que el juego funge como un ensayo de palabra, un campo donde el sujeto puede producir algo de acontecimiento. El juego es una respuesta de la estructura (Laurent, 2018). No es una técnica suplementaria al tratamiento, sino el acontecimiento gracias al cual el sujeto va ensayando el pasaje del cuerpo al decir. El juego no interpreta, ni traduce, se trata de una experiencia en acto, un laboratorio subjetivo donde puede emerger algo nuevo.
La angustia, en este sentido, no se trata de un efecto colateral del juego, ni es un epifenómeno a neutralizar. Al contrario, es en el campo del juego donde la angustia revela su función estructurante. El niño, al introducir límites en el juego, delimita un espacio donde el cuerpo puede expresarse sin desbordarse. Este gesto implica una apropiación del deseo, ubicarse frente a lo que le inquieta, sin que lo invada. Por ejemplo, el caso de Luis que se balanceaba sin pausa muestra cómo el juego con muñecas violentas y el establecimiento de “zonas” en la mesa permiten que su cuerpo deje de hablar en exceso. La frontera simbólica reequilibra la angustia, no la elimina, y habilita la palabra como sustituto del movimiento incesante.
Esta función del juego en la clínica infantil se fundamenta en la lógica de lo real, de la ruptura y de la creación simbólica. Sin un lazo, sin una escena, el cuerpo sigue siendo superficie del real angustioso que desborda. El analista no actúa llenando vacíos, sino ofreciendo estructuras mínimas, un lugar, unos objetos, un tiempo donde esos vacíos puedan empezar a ser nombrados. En el Seminario 17, Lacan (1995) enfatiza que el cuerpo es mesa de juego porque allí se materializa lo real del inconsciente, y es allí donde la palabra puede encontrar su lugar.
La especificidad clínica infantil demanda mirar más allá del desarrollo normativo para sostener y acompañar la emergencia del sujeto. Los protocolos escolares y médicos, orientados a restituir la normalidad, arriesgan tapar la apertura subjetiva que el síntoma y la repetición ofrecen. El juego es el dispositivo privilegiado de escucha, allí se prueba, se repite, se ensaya, se simboliza. El analista actúa ofertando un marco donde la angustia puede elegir un objeto de fijación, no una adaptación inmediata. Cuando el niño introduce una figura que “cuida” o un lobo que “destruye hasta cierto punto”, no está relatando una narrativa; está deviniendo autor de su angustia, encarnándola y transformándola en decir posible.
Reflexiones finales
La angustia del niño hoy no debe ser pensada como un desorden a corregir. Sino como un real que se manifiesta cuando el saber no alcanza. En tiempos de exceso de saber sobre la infancia, el psicoanálisis ofrece una vía que no clausura el enigma, sino que lo acoge. En esta viñeta, vemos como a partir de un borde simbólico, el cuerpo del niño puede dejar de ser el portador único de la angustia, y ceder a un decir singular. Christiane Alberti (2022), también ha señalado que, frente al exceso de saber sobre el niño, se corre el riesgo de silenciar lo que éste tiene para decir. La angustia, sin embargo, insiste. No se deja atrapar bajo ninguna clasificación, así conviene abordarla como una respuesta subjetiva frente a un exceso de goce o una carencia de significación, en el lazo con el Otro.
La infancia contemporánea no está exenta de los efectos de lo real. Lejos de una idealización, que la supondría protegida o ajena al malestar, la infancia sigue siendo un tiempo marcado por discontinuidades, por preguntas sin respuestas, por la irrupción de lo que no se sabe. La angustia no es un accidente del desarrollo, sino un afecto que testimonia la confrontación con el deseo del Otro, con el goce y el enigma del cuerpo. Pensar la angustia del niño hoy es, por tanto, interrogar las condiciones contemporáneas del lazo social, y del lugar que se le ofrece al sujeto “niño”.
Así pues, ya Freud (1926/2014) en Inhibición, síntoma y angustia, propuso una reformulación del estatuto de la angustia al conceptualizarla como una “señal” frente a un peligro de perdida del objeto. Lacan, define a la angustia como un afecto que no engaña, y que se sitúa en el borde de la relación del sujeto con el objeto a, es decir, el objeto causa de deseo. La angustia es el afecto que emerge cuando el Otro vacila en su función simbólica, revelando su inconsistencia como garante del deseo, y dejando lugar a la presencia inquietante de un goce sin mediación, ya no es el Otro que garantiza sentido o deseo, sino que se presenta como Otro real, enigmático, inquietante.
En este marco, la angustia no se concibe como un fenómeno patológico, sino como un afecto estructural que se produce cuando la fantasía se desestabiliza y el sujeto queda confrontado a la irrupción de lo real, allí donde el saber del Otro fracasa en otorgar significación.
Como ya hemos dicho, en la infancia, este afecto se manifiesta especialmente cuando el niño se enfrenta al enigma del deseo del Otro. La angustia en este sentido puede ser leída como un indicador clínico privilegiado, del modo en que el niño se ubica respecto del deseo parental, escolar o institucional.
A lo largo de este recorrido hemos puesto en tensión la noción de trastorno inscrita en los sistemas diagnósticos como el DSM-5 y la CIE-11 con la concepción psicoanalítica del síntoma como formación del inconsciente. Mientras el diagnóstico busca estabilizar una categoría clínica, el síntoma remite a una inscripción subjetiva que no se deja encerrar fácilmente en etiquetas. En este marco, la angustia no aparece como un fenómeno patológico, sino como un afecto estructural, cuya función es señalar la irrupción de lo real allí donde el saber del Otro vacila.
Esta lectura permite distinguir claramente la angustia del miedo o la fobia, afectos que, si bien pueden resultar perturbadores, poseen un objeto localizable y tratable en el plano simbólico. La angustia, en cambio, irrumpe cuando ese objeto falta o cuando se impone de manera cruda, sin mediación posible. Por ello, su aparición tiene un valor diagnóstico singular, es un índice de la posición del sujeto frente al deseo del Otro, una brújula que orienta no sólo el malestar, sino también el camino posible hacia una inscripción subjetiva diferente.
El juego aparece entonces como el espacio privilegiado donde esa angustia puede encontrar una escena simbólica. Lejos de ser una actividad recreativa o una técnica proyectiva, el juego es el modo en que el niño pone en acto su posición subjetiva, su modo de estar en el mundo, de repetir, de ensayar salidas. Es en el juego donde el analista puede operar, no interpretando desde afuera, sino creando las condiciones para que el niño tome la palabra, para que ese decir emerja allí donde antes sólo había repetición corporal. El juego, entonces, no calma la angustia; la enmarca, la localiza, y permite que el sujeto se apropie de ella como parte de su proceso de subjetivación.
El desafío de pensar la angustia en el niño hoy implica entonces resistir la tendencia a responder con certezas allí donde el sujeto plantea una pregunta. Implica, también, reconocer que la infancia no es un lugar protegido del malestar, sino un tiempo estructuralmente abierto a lo real, a lo que no se puede predecir, nombrar ni controlar. Como señala Lacan, la angustia no engaña, y en la infancia, esa verdad se manifiesta con una claridad perturbadora.
La clínica psicoanalítica no niega la angustia del niño, no la disuelve con estrategias de adaptación, sino que la reconoce como la señal más auténtica de que algo del deseo está en juego. El lugar del analista no es el del experto que clasifica, sino el del interlocutor que escucha, que sostiene el enigma, que acompaña la emergencia de una palabra allí donde antes sólo había cuerpo. Por eso, más que “eliminar la angustia”, se trata de construir con ella, de transformarla en una oportunidad para que el sujeto se inscriba en su historia, no como objeto del saber del Otro, sino como autor de un decir singular.
[1] A diferencia del sentido médico, donde el síntoma es un signo de disfunción, para el psicoanálisis es una formación del inconsciente que porta un mensaje cifrado del sujeto. El síntoma no se elimina, se interpreta.
[2] En la teoría de Lacan, el “Otro” (con mayúscula) no es simplemente otra persona, sino una instancia simbólica: representa el lugar del lenguaje, de la ley y del deseo desde el cual el sujeto se constituye. Es desde el Otro que el sujeto recibe su nombre, su lugar en el mundo y las coordenadas de lo que puede o no puede desear. El Otro es, en este sentido, el campo donde se inscriben las expectativas, los mandatos y los discursos que estructuran al sujeto desde su nacimiento.
[3] El caso del pequeño Hans fue presentado por Freud en 1909 y constituye una referencia central para pensar la angustia infantil, la estructuración edípica y la función de la fobia como defensa. Hans, un niño de cinco años, desarrolló una fobia a los caballos, que Freud interpretó como una formación sustitutiva frente a la angustia provocada por el deseo hacia la madre y el temor a la castración por parte del padre. La fobia, en este sentido, permitió al niño localizar su angustia en un objeto externo, otorgándole un marco simbólico desde el cual sostener su posición subjetiva. (Cf. Freud, 1909/2013)
[4] Es un concepto lacaniano que designa aquello que causa el deseo pero que no puede ser simbolizado completamente. No es un objeto material, sino una falta estructurante que sostiene el deseo del sujeto.
[5] El tiempo subjetivo no corresponde al tiempo cronológico. En la infancia, este tiempo es discontinuo, fragmentado, y se estructura a partir de acontecimientos afectivos y simbólicos más que de cronología lineal.
REFERENCIAS