Joey, “El Niño Mecánico”: El cuerpo sin agujeros del autista
Joey, «O Menino Mecânico»: O corpo sem buracos da autista
Joey, “The Mechanical Boy”: The holeless body of the autist
ÁNGEL SANABRIA
Miembro de la NEL y de la AMP
Universidad Pedagógica Experimental Libertador
angel.sanabria.teran@gmail.com
RESUMEN
Bruno Bettelheim es una figura muy controvertida. Conocido y venerado por el público lector de Psicoanálisis de los cuentos de hadas, ha sido duramente cuestionado y malinterpretado por su defensa de la tesis, formulada en realidad por Kanner, de las “madres nevera”. No es necesario estar de acuerdo con las teorías de Bettelheim para encontrar en sus historiales, y en particular en el de Joey, el famoso “Niño Mecánico” (Bettelheim, 1967), un inestimable material clínico para acercarse a las dificultades y peculiaridades de la constitución del cuerpo en el autismo a partir de los desarrollos más recientes dentro del psicoanálisis de la orientación lacaniana (Maleval, 2011; Laurent, 2013).
PALABRAS CLAVE: Autismo | Cuerpo | Psicoanálisis | Orientación lacaniana
RESUMO
Bruno Bettelheim é uma figura muito controversa. Conhecido e reverenciado pelo público leitor de A Psicanálise de Contos de Fadas, foi duramente questionado e mal interpretado por por sua defesa da tese, na verdade formulada por Kanner, das «mães-geladeiras». Não é necessário concordar com as teorias de Bettelheim para encontrar histórias clínicas, e em particular na de Joey, a famosa «Criança Mecânica» (Bettelheim, 1967), inestimável material clínico para abordar as dificuldades e peculiaridades da constituição do corpo no autismo a partir dos mais recentes desenvolvimentos dentro da psicanálise de orientação lacaniana (Maleval, 2011; Laurent, 2013).
PALAVRAS-CHAVE: Autismo | Corpo | Psicanálise | Orientação Lacaniana
ABSTRACT
Bruno Bettelheim is a very controversial figure. Known and revered by the reading public of The Uses of Enchantment, has been harshly questioned and misinterpreted for his defense of the theory, actually formulated by Kanner, of the «refrigerator mothers». It is not necessary to agree with Bettelheim´s theories to find in their clinical histories, and in particular in that of Joey, the famous «Mechanical Boy», an inestimable material to approach the difficulties and peculiarities of the constitution of the body in the autism from the most recent developments within the psychoanalysis of the lacanian orientation (Maleval, 2011; Laurent, 2013).
KEY WORDS: Autism | Body | Psychoanalysis | Lacanian orientation
Bruno Bettelheim y el “Niño Mecánico”
Bruno Bettelheim es una figura muy controvertida. Conocido y venerado por el público lector de Psicoanálisis de los cuentos de hadas, ha sido duramente cuestionado y malinterpretado por su defensa de la tesis de las “madres nevera”, formulada en realidad por Leo Kanner, según la cual la causa del autismo estaría relacionada con el trato frío y distante de los padres.
Las ideas de Bettelheim sobre el papel de los padres –o más bien, una versión simplificada de las mismas– recibieron una gran acogida mediática en unos EE.UU. obsesionados por la crianza (pensemos, por ejemplo, en la popularidad alcanzada en aquel entonces por el libro del Dr. Spock, Tu hijo, supuestamente basado en el psicoanálisis). Con ello se configuró la falsa idea, que todavía hoy muchos repiten, de que “el psicoanálisis culpabiliza a los padres”.
En realidad, eso está muy lejos de lo que sostenían los principales psicoanalistas de la época, como Donald Winnicott, Rosine y Robert Lefort o Maud Mannoni. Tampoco encontramos algo lejanamente similar en el propio Freud, que ya en sus trabajos más tempranos, concretamente en “La herencia y la etiología de las neurosis” (Freud, 1896) separaba claramente las “causas específicas”, ligadas a la “constitución libidinal” (es decir el modo de goce singular del sujeto), de las “causas concurrentes” o accidentales (donde incluiríamos el papel de la educación y de los padres) y de las “condiciones” o predisposición hereditaria.
Pero incluso así, resultado exagerado reducir las ideas de Bettelheim a la tesis de las “madres nevera” o a la “parentoctomía” (separar a los niños autista de sus padres). Al respecto, vale la pena escuchar una voz suficientemente autorizada, como la del psicoanalista Alexandre Stevens, fundador del centro Le Courtil:
Ciertamente, podemos no estar para nada de acuerdo con Bettelheim cuando pone el error del lado de los padres y, especialmente, de la madre en el caso del autismo o de la psicosis infantil. No estoy de acuerdo con él en ese punto. Pero me parece que es un hombre notable, por otro lado, valiente y notable. Cuando funda su institución –la Escuela Ortogénica de la Universidad de Chicago– elige ocuparse de niños de los que nadie quería ocuparse. Eso no está nada mal. (…) Me parece que esta posición de Bettelheim era a la vez valiente y útil porque son estos niños, los que nadie quiere, los que más necesitan que alguien acepte ocuparse de ellos. No reduciría Bettelheim al hecho de haber acusado a los padres. (Otero y Brémond, 2004, p. 14).
En lo que a nosotros respecta, efectivamente no es necesario estar de acuerdo con las teorías de Bettelheim para encontrar en sus historiales, y en particular en el de Joey, el famoso “Niño Mecánico”, un inestimable material clínico para acercarse a las dificultades y peculiaridades de la constitución del cuerpo en el autismo.
¿Qué es tener un cuerpo?
¿Cómo pasamos de ser un “montón de órganos”, como dice B. Seynhave, a tener un cuerpo?¿Cómo subjetivamos eso que llamamos “nuestro cuerpo”? (Otero y Brémond, 2004).
En el animal existe una identidad natural entre cuerpo y organismo, entre individuo y especie. Sólo para nosotros que lo nombramos, un tigre puede “tener” (y no sólo ser) un cuerpo. El tigre de Borges es “el tigre de esa mañana, en Palermo, y el tigre del Oriente y el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan, y los tigres que fueron y que serán y asimismo el tigre arquetipo, ya que el individuo, en su caso, es toda la especie”; es el tigre de las imágenes y es el tigre de las palabras, un tigre de símbolos y sombras y tropos literarios; y es también ese tigre de carne y hueso, el tigre fatal, “el verdadero, el de caliente sangre” (Borges, 1977, p. 35). Pero de todo eso, el propio tigre nada sabe: él simplemente es. Plena y cabalmente, sin fisuras.
Para nosotros, seres “humano-parlantes”, el cuerpo en cambio no va de suyo. Incluso sus funciones básicas, como dormir, comer y defecar, están atravesadas y condicionadas por el lenguaje, por el anudamiento entre el lenguaje y el cuerpo. Y esto significa que algo del cuerpo debe “agujerearse” para hacerle lugar al Otro. Algo de la plenitud del “goce-de-sí” debe poder recortarse y derivarse fuera del cuerpo, para ser nombrada y entrar en el intercambio con los otros.
El control de esfínteres, por ejemplo, no sólo requiere una puesta a punto de la maduración neurológica, sino que hace falta que el niño acceda a separarse de las heces, a ceder algo de su cuerpo a las demandas del Otro. Esa parte del cuerpo, esa porción de goce que extraemos del cuerpo, es lo que en psicoanálisis se conoce como objetos pulsionales (seno, heces, voz, mirada), y es lo que Lacan designa como “objeto a”.
Veamos un par de ejemplos.
En su libro sobre el documental “A cielo abierto”, desarrollado en Le Courtil (una institución de orientación psicoanalítica para niños con dificultades, fundamentalmente de psicosis y autismo), Mariana Otero recoge el relato de uno de los “operadores” del centro sobre un joven que no podía lavarse a menos que él le citara todas las partes del cuerpo, una tras otra, como si el acto de que alguien venga a nombrarlo fuera necesario para poder disponer de su propio cuerpo (Otero y Brémond, 2004, p. 54).
Otra niña, también en Le Courtil, no logra bañarse correctamente a pesar de los esfuerzos del operador, uno de los pasantes. En la supervisión que se hace del caso, el pasante se da cuenta de que la niña no tiene percepción de su cuerpo y que el hecho de ducharse y estar sola en una habitación le resultan algo en extremo angustiante. Al día siguiente, el pasante descubre que si él canta detrás de la puerta la niña se lava (Ibíd., p. 91).
Este caso en particular, aparte del papel de la invención del lado de los operadores del centro, nos lleva también a reflexionar sobre el peso de los ideales educativos que en este caso hacían de obstáculo para el pasante. De lo que se trata entonces es de ir progresivamente aligerando estos ideales, en lo que tienen siempre de ortopedia y de domesticación:
Deconstruir los ideales educativos de los colegas recién llegados diciéndoles: ‘Tal vez no sea tan importante’. No es que no sea importante, por supuesto que es importante que se lave, pero no es la prioridad, ya que para poder lavarse, hace falta primero que tenga un cuerpo. Hay que lograr entonces que algo vista ese cuerpo, le dé forma. Cantar detrás de la puerta permite a la niña que su cuerpo tome consistencia. (Ibíd., p. 91).
Otro caso más, relatado por uno de los fundadores de Le Courtil, Bernard Seynhave. Se trata de una niña que llega al centro con una importante incontinencia fecal, de día y de noche. “Soy autista”, decía. “Pero ¿qué es ser autista?”, le pregunta Seynhave. “Hago caca por todos lados, la pongo por todos lados en las paredes”. Curiosa definición, que después de todo acierta en el hecho de localizar “su” autismo en referencia a la falta de límites corporales, es decir, en el hecho de que las heces son todavía para él un órgano más de su cuerpo –y no un objeto del cual puede separarse– que se extiende indiscriminadamente por todo su entorno.
Durante su estancia en Courtil ocurre en ella un cambio importante a partir de que alguien le dice:
En lugar de ponerla por todos lados, pon tu caca en bolsitas de plástico”. La niña adopta de buen grado la idea y pasa entonces a guardar sus bolsitas con excrementos debajo la cama, y posteriormente, a aceptar que se tiren sus excrementos. Finalmente, termina por abandonar también las bolsitas, al tiempo que comienza a pintar con pasión, con trazos firmes, “como si tratara de definir el borde de su cuerpo (Ibíd., p. 51).
Ya mayor, esta joven se convirtió en una artista de profesión. Su pasión primitiva por embadurnar superficies, encontró una vía que le permitió hacerse un lugar en el mundo e intercambiar sus producciones por dinero. Un ejemplo de cómo un sujeto logra regular sus relaciones con el cuerpo y con el lazo social, justamente a partir de sus propias soluciones y no simplemente de algún “entrenamiento”.
Se sabe que también el propio Joey, el “niño máquina” de Bettelheim del cual nos ocuparemos a continuación, terminó convirtiéndose en electricista.
Fig.1 Un hombre (Joey) compuesto básicamente de cabeza; no tiene sustancia,sino sólo alambres eléctricos.
(Imagen y leyenda tomadas de Bettelheim, 1967, p. 378)
Un borde “electromecánico”
Retomemos los dos tiempos en la constitución de la defensa autista señalados por el psicoanalista Jean Claude Maleval. En un primer tiempo, hay un rechazo por parte del sujeto a la alienación en el significante que conduce al mutismo y encerramiento profundo, tal como lo vemos en el autismo severo tipo Kanner. En un segundo momento el sujeto autista, en un intento de salir del sufrimiento de la soledad, trata de encontrar una solución de compromiso entre el rechazo inicial y el contacto con el mundo, “procediendo a una localización del goce loco en esa formación protectora que es el borde” –del cual forma parte el objeto autístico (Maleval, 2011 p. 87).
Frecuentemente tenemos, entonces, al infante autista que, apenas comenzando a adquirir los rudimentos del lenguaje, se lo ve retroceder y abandonar esas primeras adquisiciones sumiéndose en el mutismo y en el aislamiento. Y, posteriormente, vemos también a ese mismo niño desplegar progresivamente una serie de comportamientos defensivos: estereotipias y rituales, fijación a determinados objetos, producción de “dobles”, etc., que cumplen la función de barrera protectora frente a las relaciones vivas con el entorno. Estas diversas manifestaciones del borde autista pueden eventualmente alcanzar un grado notable de desarrollo y riqueza, como es dado observar en el síndrome de Asperger con los autistas de alto desempeño.
En el caso de Joey, ya al año y medio, luego de unos accidentados y precarios primeros cuidados con sus padres, al ser trasladado a casa de los abuelos estos observaron cambios preocupantes en su comportamiento: “Fuerte y sano en el momento de nacer se había vuelto frágil e irritable; de ser un niño sensible, habla pasado a ser remoto e inaccesible. Cuando empezó a dominar el habla, sólo se hablaba a sí mismo.” (Bettelheim, 1967, p. 3).
Por esa época, había comenzado también a relacionarse estrechamente con las maquinarias, y especialmente con un viejo ventilador eléctrico, del cual no había modo de despegarlo y que podía armar y desarmar con sorprendente habilidad. Literalmente encarnaba con su cuerpo este tipo de mecanismos: miraba constantemente sus manos haciéndolas girar como una hélice, deambulaba dándole vueltas a su mano delante del rostro y emitía constantemente sonidos como de hélice o de un avión. Este interés estaba de algún modo relacionado con un rasgo del padre, quien era aviador.
Cuando a los nueve años fue llevado a la Escuela Ortogénica de Bettelheim, había desarrollado ya una serie de “prevenciones” –como él las llamaba– de las que se rodeaba para comer, para evacuar, para dormir, etc. A través de dichas prevenciones, que podemos reconocer como un borde autista, Joey se había fabricado un mundo puramente mecánico animado por alambres y dispositivos “eléctricos”, convirtiéndose en “un cuerpo humano que opera como máquina y una máquina que ejecuta funciones humanas”, como acertadamente lo designa Bettelheim.
Durante las primeras semanas de la estancia de Joey con nosotros observábamos absortos cómo este niño de nueve años, de aspecto a la vez frágil e imperioso, atendía su mecánica existencia. Al entrar en el comedor, por ejemplo, tendía un alambre imaginario desde su «fuente de energía» –una toma de corriente eléctrica imaginaria– a la mesa. Allí él se «aislaba» con servilletas de papel y, finalmente, se conectaba a la corriente. Solamente entonces podía Joey comer, pues él creía firmemente que la «corriente» hacía funcionar su aparato de ingestión de alimentos. Tan diestra era la pantomima, que uno había de mirar dos veces para asegurarse de que no había ni alambre, ni toma de corriente, ni enchufe. Los niños y miembros de nuestro personal directivo evitaban espontáneamente pisar los «alambres» por miedo de interrumpir lo que parecía ser la fuente de su misma vida (Bettelheim, ibíd., p. 2).
Debía también poner este sistema de hilos eléctricos antes de dormirse, jugar, leer, etc. Para poder cargarse de la “energía eléctrica” que necesitaba para funcionar, Joey hacía explotar contra el piso bombillas, que de algún modo siempre se ingeniaba en conseguir. Eran momentos cargados de mucha cólera y agitación psicomotriz. Cuando no debía realizar estas maniobras, Joey pasaba el día desconectado e inerte, como un aparato puesto en “off”.
Muchas de sus prevenciones apuntaban aislar su cuerpo y evitar el contacto. Para beber algo, el alimento tenía que pasar a través de una especie de tubería que él elaboraba con pitillos, por la que el líquido debía ser bombeado y que debía estar cuidadosamente conectada a una imaginaria toma de corriente. Para evacuar requería que su cuerpo no tocara directamente el retrete, por lo cual se sentaba en cuclillas encima del mismo, al tiempo que se conectaba eléctricamente a la pared. Mientras orinaba se tapaba el ano, y a la inversa, al defecar se tomaba el pene; por temor a que el contenido de su cuerpo se “vaciara” y fuera absorbido por el retrete.
Estos comportamientos, que habían llegado a ser insoportables para la anterior institución de la que provenía, habían sido acogidos espontáneamente tanto por el personal como y por los niños de la Escuela Ortogénica, quienes incluso ponían especial cuidado en no pisar sus hilos eléctricos imaginarios (ver figuras 2 y 3):
De vez en cuando, relata Bettelheim, se caía alguna pieza del complejo aparato que había instalado en su cama, convirtiéndola en una máquina-auto que le movería (o le «viviría») mientras él dormía. Esta máquina de respirar la había fabricado ingeniosamente con cinta adhesiva, cartón, trozos de alambre y otros muchos objetos diversos. Normalmente, nuestras auxiliares, al limpiar, recogen estos objetos y los ponen en una mesa para que los niños los encuentren fácilmente. Sin embargo, con Joey, ponían cuidadosamente las piezas en su lugar correspondiente, en la «máquina», porque «Joey necesitaba su carburador para respirar» Bethelheim, 1967, p. 333).
Fig. 2 Máquina-vehículo que suministraba energía a Joey; obsérvese (al pie de la cama) el carburador que le permitía respirar, y el motor que controlaba su cuerpo.
(Imagen y leyenda tomadas de Bettelheim, 1967, p. 334)
Fig.32 Primer plano de la cabecera de la cama de Joey, con el volante (ala izquierda), la batería (abajo) que alimentaba el altavoz (ala derecha) y otras partes de la máquina gracias a la cual «funcionaba» mientras dormía. El «altavoz» permitía a Joey hablar y escuchar.
(Imagen y leyenda tomadas de Bettelheim, 1967, p. 334)
La invención de un arte factus pulsional
¿Qué nos sugiere este entramado de dispositivos mecánicos y circuitos eléctricos fabricados por Joey en torno a su cuerpo? Como psicoanalista no puede uno menos que evocar lo que Lacan, partiendo de Freud, llama el “montaje de la pulsión” –no del “instinto”, como erróneamente se lo traduce en los manuales de psicología–, del circuito pulsional.
Tal como cualquiera puede encontrarlo en Wikipedia, Freud distinguió en la pulsión cuatro componentes básicos: la fuente (la zona del cuerpo en donde se origina la excitación), el impulso (la fuerza o el monto de excitación), la meta (el trayecto que sigue la pulsión para buscar la satisfacción, que Lacan compara con la diana del tiro al blanco) y el objeto (aquello que calmaría o colmaría la excitación).
Nótese bien que Freud distingue entre la meta y el objeto; la meta es el recorrido mismo, es el trayecto que parte del cuerpo (de sus agujeros: boca, ano, ojo, oreja), pasa por el campo de los objetos y retorna finalmente al cuerpo como satisfacción. El objeto en cambio sería aquello que llenaría el vacío que la pulsión trata de colmar. Pero ¡ojo! en realidad no hay ningún objeto que pueda colmar ese vacío y darnos la satisfacción final, el objeto en realidad no es más que el propio vacío. Como dice Lacan en el Seminario 11:
Ese objeto que, de hecho, no es otra cosa más que la presencia de un hueco, de un vacío que, según Freud, cualquier objeto puede ocupar, y sólo conocemos en la forma del objeto perdido. El objeto no es el origen de la pulsión oral. No se presenta como el alimento primigenio, se presenta porque no hay alimento alguno que satisfaga nunca la pulsión oral a no ser contorneando el objeto eternamente faltante. (Lacan, 1964, p. 187)
Tomando el diagrama que presenta Lacan, podemos representárnoslo como una flecha que parte del cuerpo (de los orificios del cuerpo), sale hacia el exterior (el campo del otro) y va bordeando el objeto, dando vueltas en torno al vacío del objeto, para retornar al cuerpo (ver figuras 4, 5 y 6). En el caso del autoerotismo, el circuito se satisface en el propio cuerpo –la imagen que da Freud es la de “una boca que se besara a sí misma”–. Pero incluso en ese caso, es necesario que la boca haya pasado a ser simbolizada para ser recortada como un órgano y como algo que no sólo sirve para tragar o escupir sino también para degustar, hablar o besar.
Fig.4 La pulsión parcial y su circuito
(Tomado de: Lacan, 1964, p. 185)
Fig. 5 La zona erógena como borde (agujero)
(Tomado de: Lacan, 1964, p. 194)
Fig.6 El borde corporal y el circuito pulsional
(Elaboración propia)
Pues bien, este circuito es el que falta en Joey, y es lo que él trata de suplir inventándose todo ese sistema de circuitos eléctricos y dispositivos mecánicos que aseguran sus funciones corporales y, de hecho, su propia existencia.
Es importante captar, entonces, cómo es que la instalación de un circuito pulsional es una condición para que el sujeto se constituya como tal, con un cuerpo separado que puede imaginar y nombrar, y del cual puede hacer uso. Esto supone que algo del cuerpo haya sido extraído y colocado en el campo del Otro, y que los agujeros del cuerpo funcionen como un borde, como “una zona fronteriza que puede ser franqueada y en donde pueden producirse contactos e intercambios” (Laurent, E., 2013, p. 137).
Dicho de otro modo, tener un cuerpo humano implica que ese cuerpo posea agujeros, en el sentido de lo simbólico. Que tenga bordes, zonas de contacto e intercambio subjetivo entre el adentro y el afuera, entre lo que pasa subjetivamente en el cuerpo y lo que hay afuera. Que existan para el sujeto partes del cuerpo recortadas, delimitadas de tal modo que exista un espacio vacío en el cual alojar o inscribir lo que viene del Otro como significante, cediendo a su vez algo del goce vivo del cuerpo sin por ello perderse en el abismo sin límites de lo real.
Como hemos dicho, esto pasa por el lenguaje y está íntimamente ligado a la posibilidad básica y fundamental de juntar las emociones con las palabras, de conjugar los afectos y el intelecto. En síntesis, de asumir una posición de sujeto enunciador, “hablar para comunicar”, que cómo se sabe es una dificultad central para el autista.
Es por esa falta de agujero simbólico que vemos a Joey angustiado ante el retrete, tapándose alternativamente el orificio anal o el pene, por temor a que se le vacíen las entrañas. Porque esos orificios no funcionan como un borde simbólico sino como un agujero real, sin ningún tipo de límite entre el adentro y el afuera. Le falta aquello que le permitiría “subjetivar la experiencia de una apertura en el cuerpo, de un vacío”, como diría Neus Carbonell (en Tendlarz, 2012, p. 27). Pero antes de examinar esto más de cerca en el caso Joey, permítasenos un breve excursus.
“La supermáquina que decía palabras sucias” –sobre obscenidad y enunciación–
En enero de 2013 se difundió en las redes una peculiar noticia: la supercomputadora “Watson” de IBM, considerada la “más inteligente del mundo” por su capacidad de responder preguntas en forma “conversacional” y famosa por haber triunfado frente a dos expertos competidores humanos en el programa de concursos Jeopardy (conocido por sus “conchas de mango” en la formulación de las trivias), había tenido que ser reajustada por su uso inapropiado del lenguaje soez. “Algo así como lavarle la boca con jabón”, ironizaba un comentador.
La forma más simple de comprobar si una computadora “piensa” es verificar si puede entablar una conversación natural con un ser humano. Es lo que se conoce como el “test de Türing”, y ha sido un reto permanente para diseñadores de computadoras y especialistas en inteligencia artificial. Con esta preocupación en mente, el investigador de IBM Eric Brown, intentó alimentar a “Watson” con el Urban Dictionary –un popular website con un diccionario de expresiones urbanas y en slang, desde las más inocentes hasta las más subidas de tono– en un intento por hacer más “humana” la comunicación del supercomputador e incrementar su dominio de las sutilezas del habla común.
El problema, como lo comenta el portal Sciennode.org, es que “Watson” “era totalmente incapaz de juzgar cuando era o no apropiado usar la plétora de slang sexual y de palabras obscenas que había recogido del sitio web” (Purcell, 2013). Así pues, los científicos de IBM tuvieron que borrar de “Watson” el Urban Dictionary y además colocarle un filtro contra obscenidades.
Esta jocosa anécdota nos lleva a recordar lo que ya decía Lacan en el seminario “Aún”: “Asumo que la computadora piense ¿pero se puede decir que sabe?”. A lo que agregaba la siguiente precisión: “el saber vale lo que cuesta, es costoso porque uno tiene que arriesgar el pellejo [para aprenderlo]; porque resulta difícil, ¿qué? –menos adquirirlo que gozarlo.” (Lacan, 1972-1973, p. 117).
Eso es lo que hace que la súper inteligente computadora “Watson” pueda pensar, pero no saber. No le cuesta nada acopiar la enorme y compleja información del Urban Dictionary entero, pero por más filtros que le coloquen, es incapaz de saber por qué bullshit es una mala palabra o entender qué significa ser una “mala palabra”. Simplemente porque «Watson» no tiene ningún pellejo que arriesgar en su “aprendizaje”.
La verdad, nosotros mismos no estamos seguros de entenderlo bien, más allá de saber usarlas. Arbitrarias, subjetivas y convencionales, prohibidas en general pero toleradas e incluso disfrutadas en condiciones apropiadas, sólo sabemos que las palabras obscenas están siempre más o menos cargada de contenido sexual o escatológico –están siempre ligadas al morbo del cuerpo.
En el diccionario personal de palabras-clave (“Setenta y siete palabras”), que Milan Kundera incluye en El arte la novela, encontramos lo siguiente:
OBSCENIDAD. En un idioma extranjero, se utilizan las palabras obscenas, pero no se las siente como tales. Una palabra obscena, pronunciada con acento, resulta cómica. Dificultad de ser obsceno con una mujer extranjera. Obscenidad: la más profunda raíz que nos liga a nuestra patria. (Kundera, 1994, p. 161).
Este efecto de discordancia o separación entre el intelecto y el afecto que producen las obscenidades en lengua extranjera, nos da un atisbo de lo que testimonian aquellos sujetos autistas que, como Temple Grandin, aseguran que su pensamiento es similar al de una computadora. Es como si el sujeto autista se enfrentara a la carga emocional de las palabras –de la palabra como tal y no sólo de las palabras obscenas– como si de palabras extranjeras se tratase. Como si toda enunciación convocara una radical extranjeridad. De lo que estamos hablando, en esta separación autista entre intelecto y emociones, es de la carencia del significante amo, en la línea de los Lefort y Maleval: de la desconexión entre S1 y objeto “a”, es decir, entre lenguaje y cuerpo (Maleval, 2011).
En cambio, en la psicosis no nos queda duda de que el sujeto conoce plenamente el espesor de las palabras obscenas, especialmente cuando éstas se le imponen en la alucinación verbal como voces injuriosas e insultantes, como la voz “obscena y feroz” del superyó que retorna en lo real.
¿A qué nos conduce todo esto? En primer lugar a interrogar el hecho de que las palabras resuenen de tal modo en el cuerpo, y al hecho de que la adquisición del lenguaje –y más que su adquisición, su ejercicio– tenga para el sujeto un costo que debe pagar como se dice “en carne propia”. Esta “libra de carne” que el sujeto debe pagar es justamente el objeto de la pulsión, aquello que anima el circuito de las pulsiones. La cita de Lacan en el Seminario 23, es aquí casi obligatoria:
Las pulsiones son el eco en el cuerpo del hecho de que hay un decir. Para que resuene ese decir, para que consuene (…) es preciso que el cuerpo sea sensible a ello. De hecho lo es. Es que el cuerpo tiene algunos orificios, entre los cuales el más importante es la oreja, porque no puede taponarse, clausurarse, cerrarse. Por esa vía responde en el cuerpo lo que he llamado la voz. (Lacan, 1975-1976, p. 18).
Y con esto volvemos a Joey, a su difícil relación con el lenguaje y con esos objetos que se supone que entran o salen por los orificios del cuerpo: sean los alimentos, las heces o… la voz.
¿Una elección deliberada?
Llama la atención la manera como Bettelheim describe e interpreta el uso despersonalizado y distante del lenguaje que hace Joey. En el caso de Joey, el desarrollo de este “lenguaje autista” no se debe a una “incapacidad específica”, como sostienen las teorías biologicistas, sino que para Bettelheim se trata de “una elección deliberada” que lo conduce progresivamente al abandono de capacidades ya adquiridas y al desarrollo de un “lenguaje autista” propio.
No se trata solamente de que Joey perdiera el uso de los pronombres personales, sino de su invención de un uso propio y peculiar lenguaje. Joey, que al principio nombraba correctamente los alimentos (“mantequilla”, “azúcar”, “agua”, etc.), abandona luego estas palabras familiares y las sustituye por un lenguaje más acorde con su mundo de máquinas. “El azúcar pasó a ser ‘arena’; la mantequilla, ‘grasa’; el agua ‘líquido’, etc.”. Nos dice Bettelheim:
Lejos de no saber cómo usar correctamente el lenguaje, vemos ahí una decisión espontánea de crear un lenguaje adecuado a cómo él experimenta las cosas, las cosas solamente, no a las personas. (1967, p. 338).
Dentro de una perspectiva psicoanalítica, hoy día no hablaríamos de una “decisión espontánea”, como si fuera una elección consciente y transparente del yo –un yo que en el caso del autismo, está aún por constituirse. Se trata más bien de una elección forzada o, como diría Lacan, de una “insondable decisión del ser”. Lo que queremos decir es que es necesario reconocer la presencia potencial de un sujeto que trabaja activamente para defenderse de la angustia y del exceso de goce, y no simplemente del efecto pasivo de una condición genética, cognitiva o conductual. Esa es la única manera de captar la función subjetiva que cumplen las “prevenciones” de Joey, y de acompañarlo en el trabajo de ir desmontándolas y de ir inventado otras formas de arreglárselas con el goce y de hacerse un lugar en el vínculo social.
Una intolerancia a los agujeros
Cuando hablamos de la falta de agujeros en el espacio autista, podemos decir que se trata de la imposibilidad o dificultad para subjetivar la función del “menos” –ya sea como ausencia, separación o pérdida– tanto en términos afectivos como respecto a objetos físicos e incluso a ideas y conceptos. (Lo simbólico crea la virtualidad, hace existir la ausencia; es lo que nos hace decir, por ejemplo, que un libro «falta» cuando está vacío «su lugar» en el estante).
Frente a esa ausencia de la función del agujero, vemos en los sujetos autistas un doble movimiento: por un lado, defenderse del agujero (rechazar por ejemplo el encuentro con huecos, vacíos, umbrales, etc.), y por el otro, intentar producir el agujero en lo real o en forma imaginaria.
En el caso de Robert, la minuciosa observación clínica de un niño con autismo severo tratado por Rosine Lefort (ver: Lacan, 1953-1954), hay una secuencia en particular que ilustra esto con mucha claridad:
* Robert ha reunido un conjunto de objetos en el regazo de la analista. Luego extrae de allí un biberón y seguidamente lo aísla en una mesa de la que va vaciando progresivamente los demás objetos. Cuando en un momento dado el biberón corre el riesgo de caer, Robert se sujeta el pene defensivamente. Es decir, Robert está haciendo aquí un trabajo de vaciamiento para extraer y aislar un objeto, que se revela como equivalente o conectado con un apéndice del cuerpo –y no cualquiera, sino uno muy cargado emocionalmente.
* Una vez fuera de la sesión, el niño trata de cortarse el pene con unas tijeras, afortunadamente de plástico. Es decir, intenta producir en lo real aquello que no ha podido simbolizar como agujero y como objeto separable del cuerpo.
Al respecto, Eric Laurent comenta: “el mundo del sujeto no permitía incluir o dar un lugar simbólico a la falta, de modo que era necesario producirlo. (…) Los testimonios de esta intolerancia al agujero en los sujetos autistas son muy numerosos.” (E. Laurent, 2013). Se trata, nos dice, de la relación que mantiene el sujeto con el Otro y con la carga de excitación que hay que extraer del cuerpo.
Otro ejemplo bastante peculiar de la intolerancia al agujero es el testimonio de Birger Sellin sobre su dificultad para aprender la teoría de conjuntos, debido a las propiedades del conjunto vacío, y de cómo logró “tapar” ese agujero. Eric Laurent lo refiere de este modo:
Muy dotado para las matemáticas, se topó con algo insoportable cuando su profesor quiso enseñarle la teoría de los conjuntos, donde tropezó con un límite. Tan brillante para el cálculo, no podía admitir el axioma según el cual el conjunto vacío puede añadirse, incluirse en cualquier conjunto sin éste tenga que ser modificado. Esto le desesperaba y no quiso saber más de este horror hasta que el profesor tuvo la genial idea de decirle: «Es así porque es así, es una definición». Como este axioma formaba parte de la ley del mundo, si era así porque era así, pudo empezar a soportar que algo tan horrible exista en la teoría de los conjuntos. Sellin se convirtió finalmente en profesor de matemáticas, no sin incluir el manejo posible de esta falta. (E. Laurent, 2012, p. 60)
Como puede verse, finalmente de lo que se trata es del agujero o falta simbólica que el lenguaje introduce en lo real (porque, como dice Lacan, “en lo real nada falta”). Es el “trauma de la lengua” que es necesario soportar y asumir para poder constituirse como sujeto con un cuerpo.
Pero volvamos con nuestro Niño Máquina.
Lo que se extrae del cuerpo
A medida que iban distendiéndose sus “prevenciones” y Joey va aceptando reducir la cantidad de máquinas, cables y bombillas que requería para realizar sus funciones corporales, comienza a desplegar a través de dibujos y verbalizaciones la temática de la extracción y proliferación de “petróleo” que, sucio, negro y pegajoso, salía de la tierra en enormes cantidades.
Fig 7. Los peligros de la eliminación: los intestinos salen del cuerpo como “un cable”, dejando al individuo sin vísceras, que pasan a servir de combustible para la caldera.
(Imagen y leyenda tomadas de Bettelheim, 1967, p. 403)
De la temática de la extracción de petróleo Joey pasa a lo que llama “rastros de paso”, neologismo que usa para nombrar las huellas que dejaba por todas partes para que los demás las encontraran: marcas de barro, trozos de papel que ensuciaba, etc. Es decir que, a diferencia de sus figuraciones con el petróleo, se trata ya de signos con los que Joey comienza a establecer un vínculo con los demás. De hecho, los “rastros de paso” inventados por Joey estaban tomados de los “rastros de Pascua” que en la institución se acostumbraba dejar a los niños para que encontraran los regalos de Navidad, con toda la implicación afectiva que eso puede tener.
Fig. 8. Los «rastros de paso» explotan, mostrando a un hombre (un muchacho) pintado en marrón «merdoso» cuyas materias fecales salen de varias partes de su cuerpo para inflamar y hacer estallar el mundo entero. (Imagen y leyenda tomadas de Bettelheim, 1967, p. 417)
Tras un año de reiteración de este juego, Joey confiesa que tanto los rastros como el petróleo que los había precedido, representaban en realidad las heces y pasan entonces a convertirse en “la diarrea” –la de él y la de los demás. Un “mundo diarreico” en el que, según se figuraba, los postes eran torres de extracción y las cañerías oleoductos.
Antes, Joey no tenía cuerpo ni poder; ahora, su cuerpo era absolutamente ubicuo. Toda abertura se confundía con las aberturas de su cuerpo. De no ser nada, había pasado a ser todo. Todavía era una máquina, no un ser humano puesto en el mundo; allí todavía había un sí mismo muy precario. Pero, al menos, había abandonado su ser-nada. (Bettelheim, 1967, p. 388).
Progresivamente estas y otras elaboraciones le permitirán finalmente prescindir de las “prevenciones” y artefactos para realizar la eliminación, es decir, darle una consistencia y hacer un uso “humano” de su cuerpo. Pero además, este proceso dio paso a poder hablar de sus ansiedades con la educadora encargada de bañarlo –baños que ahora insistía en prolongar como parte de su nuevo interés por la limpieza–. Pasó de un desinterés por la limpieza (correlativo a no tener un cuerpo), al interés en bañarse, ligando de manera ejemplar la extracción de las heces y de la suciedad (el objeto anal) a la extracción de la voz (cesión del goce vocal). “Allí, en la bañera, rodeado de agua caliente y confortable, mientras su educadora lo lavaba, Joey nos habló por primera vez de algunas de las ansiedades que sentía en relación con los seres humanos.” (Ibíd., p. 387).
Del objeto autístico al doble
Acompañar las invenciones de Joey en su borde autista le permitió anudar varios aspectos: una primera subjetivación de las heces como objeto pulsional; cierta consistencia del cuerpo y una apropiación del acto de eliminación como función corporal; alojar la voz en el vínculo afectivo con una de las educadoras y acceder a hablar de su mundo emocional (ceder el goce vocal). En ese recorrido, le fue necesario pasar por la producción de una serie de “dobles”, cada vez más humanizados, hasta llegar a asumirse como un “yo” enunciador.
En ese sentido, las construcciones acerca de la extracción de las heces constituyeron para él un punto de viraje a partir del cual avanzar. Por primera vez comienza a interesarse por otro niño, un chico tres años mayor llamado Ken, tras haberlo observado en el momento de evacuar produciendo, según Joey, “un gran resplandor y una explosión”. Joey asimila de inmediato este niño a su lámpara más poderosa, una lámpara tipo Ken-Rad, y a partir de allí empieza a llamar así tanto a la lámpara como a Ken.
Era la primera persona, aparte de sus cuidadoras más inmediatas, a la que Joey llamaba por su nombre, aunque fuera este nombre inventado (Ibid., p. 416). Pasa así del simple objeto autístico al doble: “Kenrad el Terrible” o “Kenrad Conflicto”, quien se convierte en un alter ego superpoderoso, al cual idolatraba y sobre el cual desplazó sus impulsos agresivos, especialmente aquellos vinculados con la temática de las heces. Joey deja de cometer actos violentos y de hacerse daño a sí mismo, porque todo el poder destructor había sido transferido a “Kenrad”. Se trata de un primer paso hacia la constitución de un eje imaginario (“yo-tú”), con los elementos de rivalidad y agresividad propios del estadio del espejo (Lacan). Esta figura da paso a un segundo doble: Mitchell, el bueno.
Mitchell, “el muchacho más normal de la Escuela” según Bettelheim, era un niño un poco mayor que había sido amable y amistoso con Joey. Como a Ken, Joey le atribuye poderes superiores, pero a diferencia de Ken, a Mitchell lo llama por su nombre propio. Con el tiempo, Joey se inventó además una familia mecanizada imaginaria para Mitchell y él: la familia “Carr” (que suena igual a “car” = automóvil), la cual le servía de soporte para juegos de ficción en los que reproducía los abusos y maltratos de la crianza con sus padres. Incluso se dota a sí mismo de una filiación imaginaria de la cual se hace “nacer”, casando a Wanda –una enfermera del servicio– con Mitchell.
Si Ken había sido su “alter ego malo”, Mitchell era su “alter ego bueno”. Un doble autístico al que Joey trataba de imitar: “…quería parecerse a Mitchell, ser vestido como Mitchell, y ser tan grande como Mitchell. Si quería o deseaba alguna cosa, nos lo hacía saber diciendo: «A Mitchell le gustará esto». Se interesaba ya lo suficiente por una persona, y menos, por tanto, por la diarrea y las máquinas.”(Ibíd., p. 433).
Conforme estrechaba su relación con Mitchel, se fue atreviendo a tocarlo y a jugar con él, fue abandonando el tema de la “diarrea” y la relación con “Kenrad” al tiempo que se abría hacia la relación humana con otras personas. Le fue posible comenzar a hablar con algunos otros niños y a llamarlos también por su nombre. A medida que para él pasaban a ser personas y no objetos movidos por máquinas, comenzó también a “cargarse de energía” por el contacto con ellos. En palabras de Bettelheim: “fue sustituyendo los circuitos eléctricos por intimidad humana.” (Ibíd., p. 432).
Cuando Mitchel abandonó la Escuela, Joey retrocedió durante un tiempo en sus avances. “Hacía ya mucho tiempo que iba al retrete sin necesidad de asistencia mecánica; ahora volvía a tener necesidad frenética de ella para poder «expulsar la hez».” (Ibíd., p. 433). Entonces crea otro doble: “Valvus”, un compañero imaginario que, como su nombre lo indica, era como una válvula, “podía abrirse o cerrarse según le conviniera o le fuera necesario; en una palara, podía arreglarse por su cuenta. (Ibíd., p. 434). Valvus era “un chico como yo”, es decir, no era ni totalmente bueno ni totalmente malo, ni totalmente impotente ni totalmente omnipotente. Gracias a “Valvus, el autorregulado”, Joey pudo finalmente adquirir el control personal de su propia eliminación, sujeto no a dispositivos y prevenciones sino a sus propios deseos y necesidades.
Con la invención de esta válvula reguladora, producto de todo un largo recorrido, Joey había encontrado finalmente una vía de para construirse un cuerpo humanizado, una solución a los problemas con el cuerpo, los objetos y los otros, originados por su retención del objeto y por la ausencia de un circuito pulsional.
El trauma de la lengua según Joey
Tener un cuerpo propio es tener un cuerpo capaz de subjetivar el placer y el dolor. Desde que Joey había comenzado a sentir su cuerpo, empezó también a sentir molestias e incomodidades. Se quejaba en particular de dolores en los oídos, los cuales creía que sólo él padecía. El cuerpo está afectado de una nueva manera.
En realidad, lo que empieza a dolerle es “lo que entra por la oreja” –como reza el título de un capítulo del seminario «La angustia», de Lacan–, es decir, estar expuesto a la voz como objeto pulsional. Lo que hiere sus oídos es el no poder hacerse sordo a la voz en tanto enunciación. Por eso, debe recurrir a las máquinas para regular la carga emocional de escuchar y de hablar en nombre propio.
Progresivamente, al modo de un “andamiaje” cuyos soportes vas retirando a medida que avanzas, Joey va encontrando el modo de ceder la voz y tomar la palabra. Quería hablar sobre sus sentimientos, pero esto le resultaba tan peligroso, que tenía que rodearse de una serie de precauciones y aparejos. Como señala acertadamente Bettelheim, oír representaba el contacto con los otros.
Al comienzo hablaba solamente por radio (una radio imaginaria), a fin de evitar el contacto personal. Luego aceptó usar teléfonos de juguetes conectados con alambres. Debía sentarse en cierto lugar y realizar un largo ritual. De este modo se aseguraba de “separar los sentimientos y las personas”.
Sólo así consigue hablar acerca del muro de defensas que había alzado frente al mundo, y de cómo ese muro, que había sido inicialmente una estrategia de protección, “había acabado por destruir su vida” (Ibíd., p. 442). De este modo Joey pudo dar su propia versión de la defensa autista como respuesta ante el goce excesivo –no agujereado por el significante– de la voz. Bettelheim transcribe textualmente sus palabras:
Primero, os metéis cera en las orejas. Eso os protege y os tapa las orejas para que no oigáis las cosas que no queréis oír. Ponéis más cera para aseguraros de que no oís nada; entonces os quedáis sordos. La sordera se extiende de tal modo, que todo el mundo es sordo y nadie se oye. La sordera se extiende después a la ceguera. Entonces las personas se quedan sordas y ciegas. Con las emociones, llegan cosas terribles. Los afectos os matan. (Ibíd., p. 442).
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Que la inscripción en “el mundo”, es decir, en el lenguaje resulte algo “traumático” para el sujeto autista, puede resultar extraño para los “no-autistas” –para nosotros los sujetos neuróticos–. Lo que testimonia el autista es que, si hay un “trauma del nacimiento”, no es el trauma del parto como suponía Otto Rank –no se sabe qué angustia primordial al momento del alumbramiento-, sino el trauma de la lengua, el trauma del nacimiento del sujeto a partir del encuentro con el Otro del lenguaje.
La solución del neurótico frente a ese trauma es dejarse marcar por el significante y ceder una porción de goce, a cambio de tener un lugar propio en el lazo social (i.e., una enunciación). La solución del autista en cambio es la de sustraerse a la enunciación, detenerse ante el lenguaje para evitar perder su ser en el agujero negro de “el-mundo”.
Entonces, como dice F. Ansermet (1997), más allá de la cuestión tan debatida de un sustrato biológico, lo que el autista parece plantear es la cuestión del nacimiento del nacimiento del sujeto, del surgimiento del sujeto a partir del viviente. No se trata la lógica de la causa (biológica o psíquica), sino de la lógica de la respuesta, la respuesta que el sujeto va a elegir frente a la encrucijada del Wo Es was, söll Ich werden.
REFERENCIAS