De acuerdo con las estadísticas en México en los últimos 5 años se han duplicado los casos de feminicidios, 10 mujeres han sido asesinadas cada día del año 2020.
La violencia nombra una de las formas del malestar en la cultura contemporánea y el feminicidio hace referencia a una forma de violencia particular, según la definición jurídica: “es la muerte violenta de las mujeres por razones de género”, es decir, por el hecho de ser mujeres. La particularidad de este tipo de crímenes en territorio mexicano, y seguramente en otras partes de Latinoamérica, es que permanecen impunes en mas del 90% de los casos. El marco simbólico operante, el estado y su sistema jurídico, se muestra impotente para dar respuesta a las denuncias y a los reclamos de justicia y esto no es sin efectos.
Desde el poder político se responde con silencio o bien los reclamos son leídos como “campañas de desprestigio” orquestadas por diferentes grupos sociales, como un ataque. Los intentos por reformar leyes y procedimientos para hacer frente a estos actos resultan fallidos, las cifras continúan creciendo año tras año.
Frente al silenciamiento que resuena a un no querer saber de eso por parte de los organismos estatales, causas encajonadas, corrupción, desidia, falta de recursos, surgen distintas respuestas singulares que se tejen desde lo posible de cada quién que busca justicia, en soledad, con otros, puertas adentro o en el espacio público. Estos actos en muchas ocasiones logran articular y circular la palabra silenciada operando un pasaje de “victimas de la impunidad”, como se nombra en la prensa a quienes reclaman justicia, a sujetos políticos que con sus actos producen efectos que resuenan mas allá, interrogan y hacen lazo. Actos que sin duda incomodan al discurso oficial porque lo descompletan, señalan la falla, irrumpen denunciando lo que no funciona, develan y exponen lo que se quiere velar.
Este año en vísperas de la marcha del 8 de marzo que se dirige al Zócalo frente al Palacio Nacional para reclamar justicia y denunciar la inacción de las autoridades, el Gobierno colocó vallas alrededor del edificio la noche anterior, que a modo de un muro impedía acercarse, se dijo que “para proteger y evitar provocaciones”.
El efecto que esto provocó fue una rápida convocatoria desde distintos colectivos y agrupaciones para llegar al lugar. Gran cantidad de personas, solas, en grupos, colectivos feministas, agrupaciones de familiares de victimas, se dieron cita en el zócalo y estuvieron toda la noche allí escribiendo en las vallas los nombres propios de las mujeres asesinadas y adornando con flores el lugar mientras se proyectaba en la oscuridad de la noche sobre el Palacio Nacional la frase “México feminicida”. Las vallas metálicas empezaron a ser nombradas como el muro de la memoria.
No podemos dejar de pescar la ironía de que las vallas colocadas para evitar provocaciones se transformaron en superficie para escribir y dar cuerpo a la mayor provocación posible, un acto subversivo que rescató los nombres propios de la cifra estadística, una forma también de devolver voz y dignidad de sujeto a esas mujeres cuyos cuerpos semidesnudos y sin vida, con signos de violencia extrema, aparecen cotidianamente en las tapas de los periódicos amarillistas.
Actos que también son por amor, como escuchamos en el documental “Las tres muertes de Maricela Escobedo” en referencia a su incansable lucha pidiendo justicia por el feminicidio de su hija, un amor que ayuda a rescatar del olvido y la injusticia.