El fenómeno de la violencia humana no es explicable por una causa natural o biológica como la que podemos atribuir al mundo animal, ya sea por el recurso a un instinto agresivo, a un instinto de dominio o a un instinto de subsistencia más o menos innato. La cultura humana, fundada en la acción y en los efectos simbólicos del lenguaje sobre el cuerpo, desnaturaliza de tal manera el registro biológico de los instintos que ningún acto propiamente humano puede entenderse ya fuera del registro simbólico y de las significaciones que impone en cada sujeto. Mucho menos podría explicarse el acto violento ejercido sobre las mujeres por el recurso a una supuesta naturaleza instintiva previa al mundo simbólico donde tiene lugar toda experiencia subjetiva. Su carácter universal en épocas y lugares diversos nos indica una transversalidad que alcanza los límites mismos de la cultura humana: allí donde ha habido y hay cultura, ha habido y hay también actos de violencia ejercidos contra las mujeres. Así, no es de extrañar el resultado de las investigaciones sobre este fenómeno cuando nos muestran que esta transversalidad se produce en todas las edades, en todas las clases sociales y situaciones laborales, en todos los medios y niveles culturales, incluso educativos. Y ello hasta el punto de deducirse que la educación misma, aun en sus niveles más altos, no llega a evitar esta forma de violencia. ¿A qué se debe entonces esta universalidad? El carácter transversal y multifactorial de la violencia contra las mujeres nos indica la necesidad de un análisis igualmente transversal para entender las condiciones de su irrupción.

El psicoanálisis se ocupa desde su ámbito de al menos dos factores que son transversales a cada cultura y sociedad para analizar estas condiciones.

El primero es el factor de la diferencia sexual, el más íntimamente vinculado a la experiencia subjetiva de la sexualidad, de las diversas significaciones que tiene para el ser humano. La diferencia sexual obtiene su lugar en cada cultura siempre bajo la forma de una asimetría constituyente e igualmente irreductible entre los sexos. Sin desembarazarse del mito de la simetría y de la complementariedad entre los sexos, no hay modo de entender la frecuencia tan asimétrica y no recíproca del acto violento contra las mujeres.

El segundo factor, igualmente transversal a cada cultura y sociedad, es la agresividad como constitutiva de la relación del sujeto con las imágenes de su Yo, de su personalidad, y con las imágenes de sus semejantes a partir de las que se construye esa misma personalidad. La agresividad no es así tampoco un dato que podamos deducir de la biología o de un instinto natural en el sujeto.

El psicoanalista Jacques Lacan pudo fundar muy pronto sus tesis sobre la agresividad como un fenómeno que «se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma», lo que quiere decir que sólo es pensable como producto en cada sujeto de un sistema simbólico de relaciones. Y la explicó como una experiencia correlativa de una «dislocación corporal», de fragmentación de la unidad de la imagen narcisista, de la imagen de uno mismo en la medida que está construida a partir de las imágenes de los otros y en la medida que encubre esta alteridad constituyente. Dicho de otra manera, en el pasaje al acto agresivo el sujeto golpea en el otro aquello que no ha llegado a integrar de su propia alteridad en la imagen narcisista y unitaria del Yo, de aquello que llamamos la personalidad. El acto violento se revela entonces como el rechazo más absoluto de lo que es diferente y, en especial, de lo que hay de diferente, de heterogéneo, en la propia unidad narcisista. De nuevo, aquí es una diferencia, la diferencia con la alteridad, lo que aparece como un punto irreductible ante el que se produce el pasaje al acto violento.

De la conjunción y articulación entre estos dos factores, entre estas dos diferencias irreductibles, surge el eje de coordenadas que permite un análisis y un posible tratamiento de la violencia que toma a las mujeres como objeto. Es abordando el modo en que cada sujeto, del lado masculino y del lado femenino, se sitúa ante esta conjunción de diferencias, la diferencia sexual y la agresividad constitutiva del Yo, que es posible un tratamiento.

En estas coordenadas, es preciso considerar la condición particular de aquellos que históricamente han sido objeto de segregación y de violencia: los niños, los locos, las mujeres. La infancia, la locura y la feminidad no son sólo los tres sujetos que han encarnado tradicionalmente y en diversas sociedades las figuras de una mayor debilidad y necesidad de protección. Son fundamentalmente el lugar de una palabra rechazada, incluso reprimida en el sentido más radical del término. Puede parecer más claro en el caso de la infancia y de la locura. Podía parecer menos evidente en el caso de la feminidad, a la que el psicoanálisis devolvió desde sus orígenes una palabra que estaba amordazada en el silencio del síntoma y de su sufrimiento. Considerados en algunas culturas como seres sagrados, portadores de una verdad ignorada, aquellos tres lugares de la palabra rechazada se convierten también en objeto predilecto del acto violento, acto que viene al lugar de una palabra imposible de decir, tanto en las relaciones familiares como en la realidad social más amplia.

Considerado en la posición masculina, el pasaje al acto violento sobre una mujer se suele revelar como una forma de buscar y golpear en el otro lo que el sujeto no puede simbolizar, lo que no puede articular con palabras sobre sí mismo. Un análisis detenido permite mostrar en cada caso la significación inconsciente por la que el sujeto masculino no puede llegar a reconocer lo que está golpeando de su propio ser alojado en el ser del otro, su pareja. Puede entenderse así la relativa frecuencia con la que el pasaje al acto ejercido por el hombre termina en un acto posterior de autolesión que no podría explicarse por ningún recurso a una supuesta culpabilidad asumida. No se trata tanto de un autocastigo como de la consecuencia última de un acto que toma al otro como lugar mediador en el que golpearse a sí mismo.

Desde la parte femenina, la posición de consentimiento, hasta de sumisión aceptada, que se encuentra tantas veces como límite de una acción que se proponga como socialmente liberadora o terapéutica, muestra la gran dificultad que existe a veces para separar al sujeto de la complicidad con la posición de su pareja.

Concebimos así el acto violento no como el mero trastorno de una conducta inadaptada a una realidad, familiar o social, más o menos conflictiva. La mejor acción pedagógica y social encontrará aquí su límite. Se trata sobre todo de encontrar, en un análisis particular de cada caso, las significaciones inconscientes del pasaje al acto. Incluso antes de que éste se dé efectivamente, es posible localizar la huella del deseo inconsciente de modo que el sujeto pueda encontrar otra vía de derivación que el acto violento. Por otra parte, lo que el psicoanálisis muestra y permite descubrir a cada sujeto es que no hay una forma de goce más verdadera, más acorde o más normal que otra. Una forma de goce (homo, hetero, fálica o no…) es simplemente diferente con respecto a otra. Asumir este lugar de la diferencia como principio lógico y ético es ya una forma general de prevenir la violencia contra lo que aparece como diferente. Sin embargo, el alcance de esta previsión en cada acción es una empresa que sólo puede realizarse desde la particularidad de cada sujeto, nada más y nada menos, pero nunca imponerse desde un lugar que estaría inevitablemente destinado a excluir esta misma diferencia.

Desde esta perspectiva, podemos declarar lo siguiente:

— Si el psicoanálisis se opone por principio a todo tipo de violencia es en la misma medida en que manifiesta el respeto más radical por la palabra del otro. La violencia como forma coercitiva de ejercicio de un poder será siempre un signo de la impotencia para sostener una palabra verdadera. En el caso de la violencia ejercida contra las mujeres —ya sea por los hombres, por las instituciones, por los Estados o por otras mujeres—, esta impotencia es correlativa de la imposibilidad de escuchar la palabra del sujeto femenino, pero también de escuchar lo femenino que hay en cada sujeto. En este sentido se hace absolutamente necesario crear, apoyar y desarrollar los espacios donde esta palabra pueda ser articulada, escuchada e interpretada, ya sea desde el espacio más íntimo y familiar, como desde el más público de cada realidad social.

— Sólo desde el respeto más radical por la diferencia, especialmente en el registro de la diferencia sexual en cada cultura, podrá tener valor y efecto una igualdad en el registro de la realidad social y de los derechos que definen al sujeto social. En esta perspectiva, a la reivindicación de igualdad en el registro de los derechos sociales hay que agregar la reivindicación y el tratamiento de la diferencia en el registro de las identidades sexuales. El acto de violencia calificado como «machista» se revela finalmente como un acto que pretende borrar, abolir, la diferencia que la feminidad encarna y reintroduce en cada vínculo de la realidad social.